viernes, diciembre 02, 2016

Anglona



Hay un sitio medio secreto en mi barrio al que me gusta ir a deshoras, el Jardín del Principe de Anglona, un jardín que perteneció al palacete anexo —una de las pocas muestras que han llegado hasta nuestros días del modo de vida de la nobleza de la corte madrileña de finales del siglo XVIII, dice el cartel explicativo— y que aunque está en la Plaza de la Paja, da la impresión de no estar abierto al público. También hay un palacete, ahora convertido en varios pisos, en la Plaza de los Carros que aparece en Fortunata y Jacinta de Galdós, en el que vive el amigo de Fortunata, ese que la tiene protegida y le enseña cosas prácticas de la vida. Y una iglesia, la de San Andrés, a la que llegaban no sé qué nobles a través de un voladizo sobre la calle, cubierto para que la chusma no pudiera verlos. Y otra iglesia (será por iglesias), la de San Pedro el Viejo que conserva partes del siglo XV y que tiene una torre rectangular que recuerda a las torres civiles de Florencia. Hay piedras que ya estaban ahí en el siglo XVII y edificios que llevan dos siglos alojando familias burguesas. 

El paisaje que vemos a diario, aunque no lo observemos, se filtra en nuestras conciencias como una lluvia fina, como el aire dentro de una muñeca rusa, que tiene dentro otra muñeca rusa, y otra más. Es importante ese paisaje, que baña constantemente nuestra visión inconsciente y periférica, aunque creamos que no lo es, aunque estemos dispuestos a mudarnos a un barrio más cómodo para que los niños así puedan jugar en los jardines que hay justo al lado del edificio funcional y moderno, con calificación energética A+ o como se diga, con piscina para el verano y garaje para el coche. Aunque llegue un momento en el que la incomodidad de subir una y otra vez las escaleras y de soportar las aglomeraciones se nos haga cuesta arriba. Es importante, repito, ese paisaje. 

Tanto como para haber subido un millón de escalones (acabo de hacer un cálculo aproximado) en el tiempo que llevo viviendo en mi casa. Tanto como para desear que mis hijos crezcan en mi barrio, a pesar de la incomodidad, a pesar de las posibles urbanizaciones con piscina con jardines privados, a pesar del ruido, de los coches, de la falta de aparcamiento, de la insoportable navidad y del calor atorrante de julio.

Me gusta vivir aquí, qué le voy a hacer.

jueves, noviembre 17, 2016

Vilas



No sabemos qué es el cerebro. Sabemos mucho más que hace treinta años sobre su funcionamiento. Sabemos que la voz que nos habla desde su interior está en el propio cerebro y que cada vez que recordamos, recreamos el recuerdo, lo cambiamos, le añadimos detalles y texturas. Pero no sabemos mucho más, la verdad.

Stendhal se desmayó por no poder asumir tanta belleza en la basílica de la Santa Cruz en Florencia y a partir de entonces, esa sofocación ante lo hermoso se denominó “Mal de Stendhal”. Yo estuve en aquella basílica. Era hermosa, sí.

No sé por qué me acuerdo de esto ahora. También me acuerdo de una casa estrecha en el Albaicín de Granada, una casa con una escalera tan angosta que me costaba pasar por ella a mis 26 años y con una ventana cuadrada desde la que se veía la Alhambra como si fuera un cuadro, la casa de una amiga a la que iba de vez en cuando a hablar de cosas que ya formaban parte de mí (libros, cómics, películas, canciones y grupos, estilos musicales, qué decían las letras de las canciones en inglés: mi amiga era traductora y entendía lo que cantaban los grupos que me gustaban), una casa que ha permanecido en mi recuerdo como la casa perfecta que hay que tener a los 25 años, a pesar de su incomodidad, de su estrechez y de su frío. 25 años. Joder.

Me acuerdo de un profesor con los dedos muy largos con el que aprendí mucho. Me acuerdo de las noches compartidas de estudio con mi ex mujer.

Me acuerdo de mis primeras impresiones de Madrid. De mi primer trabajo aquí, de cómo me puse orgulloso una corbata el primer día para ir a la oficina (cantaban Los Enemigos en Septiembre: “Voy a estrenar corbata hoy./Por fin haré algo de verdad./¡Qué feliz soy!” y daban en el clavo, ni corbata, ni hacer algo de verdad).

Me acuerdo, me acuerdo, me acuerdo... Como en el libro de George Perec (tenía cara de loco el tal Perec, con esa sotabarba que tenía). También me acuerdo que tenía la colección de compactos de Anagrama en la segunda sección de la estantería de la izquierda de la Independiente. Y que estuve mucho tiempo escuchando allí música de Nueva Orleans. Y leyendo. Pero solo me acuerdo de dos o tres libros verdaderamente buenos. Estaba bien el propósito de aquel trabajo, eso sí. El propósito: extender la fe, conseguir nuevos adeptos. Pobre misionero era yo. 

Me acuerdo de la primera vez que hablé con mi mujer. Y me acuerdo del nacimiento de mis hijos.

Qué más da lo demás si lo importante, como diría Manuel Vilas, es el amor.

viernes, septiembre 09, 2016

Visiones



Veo fumando a Houellebecq, con esa nariz gigante que se le está poniendo con la edad (como si su apéndice segregara su propia capa de látex) y el pelo ralo y me lo imagino en su casa, en pantuflas, con un jersey ajado y manchado. Me lo imagino lleno de las pequeñas manías que todos vamos acumulando con la edad (“Te he dicho que no soporto que dobles el periódico; En esta casa no se pone música hasta las nueve de la noche; No, están prohibidos los telediarios”, ese tipo de cosas). Y lo veo retirándose al campo mientras el tiempo pasa y la muerte espera.

Veo las últimas imágenes enviadas por la sonda Messenger antes de estrellarse contra Mercurio y siento de repente una ternura difícil de explicar. Piénsenlo: la humanidad ha creado una máquina capaz de viajar a Mercurio y de morir cumpliendo con su deber. 

Veo el mar. En mi cabeza veo el mar.

viernes, agosto 05, 2016

Río



Ayer, con otros padres, comentábamos la pena que nos daba olvidar tantas cosas de nuestros hijos pequeños, sabiendo como sabíamos que lo olvidaríamos casi todo (por muchas fotos que tomáramos). Yo también sé que el destino de los niños es desconocer a sus padres. Los niños son incapaces (como lo hemos sido nosotros cuando éramos pequeños) de imaginarnos, no ya como a hombres y mujeres jóvenes, sino antes de su aparición en el mundo. Solo cuando son mayores, y si los padres tienen cosas interesantes que mostrarles, podrían rellenar un poco ese hueco. Si es que quieren, que no tienen por qué. 

Así que se trata de una relación extraña desde el punto de vista de la memoria. Nosotros no recordaremos más que estampas, momentos fijos que podremos evocar, pero acabaremos por olvidar ese sentimiento  de tener un niño en continua transformación, siempre convirtiéndose en algo diferente y, ellos, por su parte, ni siquiera nos considerarán más allá de nuestro papel de padres. 

Si reflexiono sobre ello, si lo pienso durante un momento y no me quedo en la capa más superficial del asunto (la tristeza que provocan todos esos momentos que no seremos capaces de recordar), creo que así es como debe ser. 

Si se coloca una piedra enorme en un río que no logre desviar su curso, el río la rodea y quinientos metros más adelante el río no recuerda haberla rodeado. De nosotros a ellos, de ellos a sus hijos, si los tienen. Ninguno de nosotros es más importante que ese río, esa marea. 

viernes, julio 22, 2016

Tarjetas



Hoy, en un rato libre el trabajo, me he puesto a revisar antiguas tarjetas profesionales de visita (esos artefactos de cartón, rectangulares, que se utilizaban no hace mucho para intercambiar datos entre desconocidos, antes de que el nombre y los apellidos fueran suficientes para comprobar nuestro C.V., nuestra cara, lo que hemos escrito y los lugares en los que hemos estado de vacaciones) y, no lo recordaba, pero en el reverso de todas aparecen nombres de libros, editoriales, películas con su horario en el cine, referencias geográficas y otras cosas similares. Me ha gustado encontrarlas. Las tarjetas eran mías (siguen siéndolo, pero ya no sirven de nada, porque desde entonces han pasado tres vidas, cuatro destinos diferentes en la misma empresa, una nueva carrera laboral en paralelo, una familia recién, mil libros, veinte kilos menos, qué sé yo) y, como suele pasar con las cosas que escribimos, me han llevado a recordar justo eso: películas, viajes, libros, afanes intelectuales de otra época y a mí mismo hace diez o doce años, o el tiempo que haya pasado desde que empecé a utilizarlas como notas adhesivas. Y voilà, heme allí, un poco sin quererlo, un poco sin esperarlo, haciendo cosas que ahora no hago por falta de tiempo, o porque la tecnología las ha vuelto obsoletas, o porque ya no me interesan: yendo a ver una película de Jim Jarmusch (siempre a los cines en versión original de Plaza España) o leyendo fascinado un poema de Gil de Biedma (¡si no fuera tan puta! creo recordar que decía uno de los versos refiriéndose a sí mismo) o viendo una exposición o escribiendo un trabajo académico sobre la vejez o tomando una sopa china en un cuchitril de mi barrio que lleva más de un lustro cerrado. Lo que sea. Son mías, pero podrían ser de cualquiera. Esa es la verdad. De cualquiera. 

Todo esto no tiene la mayor importancia, pero justo eso me ha llevado a ponerme a escribir, en un (vano) intento de dejar constancia del paso del tiempo y de cómo esa identidad que muchos creen inmutable es, en realidad, un vórtice. El hombre que seré no recordará a este que escribe el texto, pero el mero hecho de que este texto exista le permitirá evocar, recordar vagamente, a dos de sus predecesores: el de ahora, fascinado por el modo en que sus hijos se convierten poco a poco en personas, fascinado por los movimientos cada vez más precisos de la pequeña, a punto de empezar a gatear y por las frases cada vez más complejas del mayor, por la explosión neuronal de sus pequeños cerebros. Y al que fui, que quería dejar huella, y que creía que no había nada más allá de los libros, la música, el cine y la conversación. Tal vez, el sexo. 

Por cierto, he cogido las tarjetas porque necesitaba un cartoncito para hacerme una boquilla para el tabaco de liar, que se me habían acabado. Está bien que, al menos, sirvan para eso, para irse convirtiendo poco a poco en basura. Ahí está la gracia.