miércoles, diciembre 19, 2012

Capitalismo I

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes

Cuando las empresas salen a bolsa nos cuentan en anuncios con música épica y niños de ojos emocionados que el negocio se socializa, que cualquiera puede tener una pequeña parte de ellas —y qué mejor regalo que dividir entre todos la propiedad de esta gran empresa que fundó mi tatarabuelo, dice el presidente en los periódicos—, aunque, en realidad lo hagan para conseguir una inyección astronómica de capital y así crecer y crecer y seguir creciendo —el mantra empresarial de finales del siglo XX y principios de XXI, como si los recursos fueran infinitos— hasta convertirse en estructuras autónomas con pensamiento propio, que siempre miran el mundo como el Coyote miraba al Correcaminos, como un asado humeante que gira lentamente en un fuego bien vivo, con hambre, con una codicia desesperada, una virtud propia de estos tiempos.

Si los directivos lo hacen bien y gestionan bien los clientes y los negocios, las inversiones y los gastos y, sobre todo, las expectativas y los deseos —curiosa economía la nuestra— la empresa gana dinero y puede repartirlo entre sus accionistas. Los directivos se dedican a eso, a generar valor para el accionista, una frase que abarca desde la creación de cárteles para no bajar demasiado el precio del combustible a las pequeñas escaramuzas en la selva para convencer, esta vez definitivamente, a los indígenas de que el gaseoducto será una fuente de riqueza; desde la obtención de permisos para la construcción de una nueva central de ciclo combinado (con todas esas montañas de carbonilla pulverizada sobre los antiguos bosques, ahora cada vez más grises y metálicos) hasta la factura incomprensible y apoyada en el último informe de Asesoría Jurídica; desde la reducción de plantilla a las relaciones institucionales; desde la gestión de permisos municipales a la contratación de miembros díscolos de familias reales. Todo lo que los accionistas crean bueno, es bueno. El capitalismo funciona así.

Si los directivos lo hacen mal, poco a poco comenzarán a atraerse la atención de los fondos de inversión de alto riesgo que acecharán para abalanzarse en el mejor momento. En la arena de los negocios internacionales, estos fondos se mueven como corrientes subrepticias apoderándose aquí y allá de empresas que antes se dedicaban a producir cosas y a venderlas y que, una vez en la panza de la serpiente, se convierten en máquinas de revalorizar inversiones —un mínimo del 15%, por ejemplo— y que, en cuanto dejan de dar dinero a la velocidad necesaria se descapitalizan, se vacían de personal, se venden por trozos y se liquidan. Así los inversores del fondo de inversión de alto riesgo que se haya hecho cargo de la empresa obtienen el dinero que necesitan para seguir manteniendo sus casas, sus yates, su personal doméstico y demás necesidades insustituibles.

[Digresión] Es importante dejar constancia de que los directivos nunca pagan las consecuencias. Ellos han traspasado esa línea de seguridad que siempre les mantiene a salvo y que ahora en España es tan difícil de cruzar a no ser que se tengan al menos cuatro apellidos ilustres. [Fin de la digresión].

Así que cuando veo esa cara tan ufana de una señora rubia, de familia de banqueros, que posee el fondo de inversión de alto riesgo más rentable del país, me permito imaginar a una abogada, de familia originaria de Alabama, EE. UU. , francotiradora de gran puntería, aficionada a las armas y miembro de la Asociación Nacional del Rifle, exasperada ante su despido —una medida dolorosa pero necesaria para reducir costes y seguir generando valor para el accionista—, introduciendo una única bala explosiva en el cargador de su rifle. Me imagino incluso el chasquido metálico que hace la recámara al cerrarse, el ligero temblor de manos que desaparece tras algunas inspiraciones profundas y el zumbido de la bala al salir a través del silenciador. Y, sobre todo, me imagino el resultado.

Y no sirve de mucho, pero me siento algo mejor.

jueves, diciembre 13, 2012

Al cielo, al cielo

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes


Un momento antes del final, sintieron una presión extraña procedente del suelo del coche, un pequeño salto que se convirtió en un instante en un salto mucho más grande, en una espiral de aire ascendente que elevó el coche varios metros de altura mientras las paredes de metal crujían y se deformaban y el habitáculo se llenaba de un resplandor ígneo que parecía proceder de la espada flamígera de Gabriel, el arcángel. En ese espacio mínimo de tiempo ambos hombres se miraron, con la comprensión claramente dibujada en el rostro, y ambos se desearon por última vez.

—¿Qué tenéis que decir en vuestro favor? —preguntó el Altísimo —. ¿Por qué?, ¿podéis ofrecerme una explicación?
Ambos bajaron la cabeza pero el guardaespaldas nunca había sabido estar callado.
—Siempre hemos cumplido con nuestro cometido, Padre.
—Lo sé, pero esto es muy grave.
—Solo ha sido un momento de debilidad tras una larga vida de sacrificio. Nos han enseñado que vos perdonáis los pecados y los errores de vuestros siervos.
—Sí, pero lo que cuenta es el arrepentimiento final. Os podría hablar de otros casos. Personas a las que la historia no ha tratado bien pero que están aquí, viviendo en la divina dicha perpetua, por haberse arrepentido de corazón. No como vosotros.
—Pero, Padre —repuso el chófer —, la tentación es obra del demonio y nosotros nos hemos resistido.
—Muy cierto, hijo, muy cierto. Y por eso precisamente, porque no quiero que penséis que no soy justo, esperaremos a vuestro testigo.

El gran hombre apenas oía la voz del sacerdote mientras iba entrando poco a poco en el reino de los muertos. Sus cinco hijos lloraban silenciosamente alrededor de su cama, en una habitación rodeada de policía, cuya misión era mantener alejada a la prensa. Hasta los ingleses hacían guardia en la puerta del hospital intentando conseguir alguna fotografía. Aquello era un circo de padre y muy señor mío y eso que la televisión y la radio se habían pasado todo el día hablando de una explosión de gas. El blindaje del coche no había sido suficiente a pesar de que los americanos tenían una gran experiencia en vender coches blindados a hombres de bien con muchos hijos y que todos los domingos, sin faltar uno solo, comulgaban con los ojos en blanco, tocados durante un momento por la gracia divina y el misterio de la transustanciación. El gran hombre abrió los ojos por última vez y contempló a su familia. Había tenido una buena vida, pensó, y en ese momento comenzó a sentirse fuera de sí. Sus cinco hijos empezaron a llorar entre hipidos y la prensa tardó solo unos minutos en comenzar a transmitir la noticia del fin. El gran hombre había muerto por la patria tras recibir los santos sacramentos y en compañía de sus seres queridos. Las pesquisas policiales no tardarían en encontrar a los asesinos. El gran hombre, ante todo, había sido un hombre de honor. Le cabía el estado en la cabeza.

—Os he servido lo mejor que he podido, Señor —dijo con un susurro el gran hombre mientras se postraba a los pies del Altísimo.
—Lo habéis hecho bien, mi buen amigo, mejor que muchos otros. Pero antes de que vayas a disfrutar de tu recompensa perpetua necesito preguntarte algo. ¿Alguna vez has notado algo extraño en las miradas de tus hombres? ¿Podrías decir que siempre han tenido un comportamiento viril?
—Siempre, Señor. Son de lo mejor de nuestros cuerpos de inteligencia, siempre han cumplido con su deber y han demostrado en numerosas ocasiones su arrojo. ¿Me estáis diciendo que…?
—Se sintieron tentados, sí.
—Pues qué sorpresa, Señor, no acaba uno nunca de sorprenderse en esta vida.


lunes, noviembre 26, 2012

Esqueleto

Mi generación fue adolescente en los ochenta y de allá vienen nuestros primeros recuerdos adultos (nuestros primeros recuerdos que no forman parte de una niñez remota e inventada sino parte de lo que hemos sido de forma continua desde entonces): cervezas en la calle y cigarrillos, los primeros besos, el primer sexo, los primeros libros de filosofía, los primeros desengaños, las primeras promesas. La época de la movida, la de la explosión de la música pop, la de los flequillos y los nuevos románticos, la de los punkis y los rockers, La edad de oro, Las vulpes versionando a Iggy Pop y escandalizando a todo un país, el humo de Ketama, quillo, anda que no se nota que ese se está fumando un porro, ¿no ves el humo?, y siempre seremos amigos, ya te digo, y ¿estás seguro de que vas a estudiar eso?, mi tío hizo como tú y se quedó con una ingeniería técnica y luego se arrepintió toda la vida, piénsatelo y no, hijo, no tenemos dinero para que estudies en Málaga, tendrás que hacer aquí una carrera y la primera de tus mujeres (luego hubo más, por razones diferentes) diciéndote que buscaba a alguien más maduro (¡con 17 años!) y pisos feos de ladrillo y profesores convencidos de poder convertirnos en personas inteligentes y el absoluto convencimiento de estar caminando en una dirección diferente a la de nuestros padres, más libre, mejor.

Y lo fue durante un tiempo y nuestros padres tuvieron que soportarnos cuando comenzamos a llegar tarde a casa y a salir más de la cuenta y a llevar el pelo cardado y cazadoras de cuero y a escuchar rock a todo volumen en nuestras habitaciones (que compartíamos con nuestros hermanos menores) y, curiosamente, la educación tomó un camino de dos direcciones, ellos a nosotros y nosotros a ellos, que no entendían muy bien cómo es que Antonio, con lo majo que es, sea maricón y le gusten los chicos, ni tampoco cómo si quieres a Anita y llevas con ella ocho años no te casas y te conformas a irte a vivir con ella y cómo vas a tener hijos sin estar casado y, niño, ten cuidado con quién andas y si ligas por ahí, ponte un condón, anda y si hay que abortar pues se aborta, porque a cualquiera puede desgraciarle la vida un hijo con dieciséis años y aunque no sea plato de gusto para nadie, mejor así, y a ver si aprendes y cómo es ese trabajo que haces de ¿diseñador?, ¿programador?, ¿director de comunicación?, ¿productor musical?, o cualquiera de los trabajos que empezaron a surgir en aquella época y de los que no tenían ni idea, los pobres, tan ocupados como estaban escuchando las coplas de Juanito Valderrama en el radiocasete.

Pero no. Creímos que sí, pero no. España, ese país especialista en expulsar de su seno a los mejores volvió a hacer de las suyas y, otra vez, las finanzas públicas eran un desastre y, otra vez, los arbitristas del siglo XVII daban ideas para salir de la crisis, y, otra vez, la asistencia pública era cuestión de la Iglesia y, otra vez, se miraban muy mal los pelos raros y las pintas estrafalarias y, otra vez, los jóvenes metían sus cosas en una maleta y se montaban en trenes camino de Alemania (mejores maletas, mejores trenes, mejor educación pero el mismo trayecto). Y los que ya no somos jóvenes, los hijos de los obreros que empezamos la universidad en los ochenta y que ascendimos socialmente gracias a los estudios nos quedamos aquí porque habíamos comprado una casa que a nuestro padre (el único que trabajaba en casa) le llevó pagar quince años a un interés del veintidós por ciento y que a nosotros aún nos cuelga del cuello.

Y nos duele. Por la situación, por supuesto y, sobre todo, porque, para muchos de nosotros, aquello que creímos era mentira. Y cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana, que cantaban aquellos y España, una vez más, ha demostrado no ser más que el esqueleto de un gigante y al final siempre son los mismos los que mandan, los de siempre, los que siempre lo han hecho desde hace siglos y los que lo seguirán haciendo cuando ya no estemos aquí, aunque durante un tiempo tuvieran un buen director de prensa que nos hizo creer a todos que ya no, que el país ya no era el mismo, que era otro, un país europeo y decente.

Y ya ven.

lunes, noviembre 12, 2012

Paranoia

Una mujer se tira por la ventana por no poder pagar el piso y, de repente, yo estoy viéndola caer. La mujer se ha tirado desde un sexto y en su caída parecía seguir pensando en cómo reunir el dinero para la cuota, como si le resultara imposible pensar en otra cosa.

La estela que dejan los aviones privados en el cielo es recta, blanca y perfecta pero, poco a poco, se deshilacha y se va haciendo esponjosa, como si hasta ellos tuvieran su corazoncito.

Durante los fines de semana del verano, los ricos miran desde lejos a los bañistas en sus yates, con sus inyecciones de bótox y sus tragedias familiares pendientes de la siguiente herencia. Su corazoncito bombea con el ritmo del mundo. Ellos también tienen preocupaciones. Pobres pequeñines.

Mañana arderá a lo bonzo frente a un ministerio alguien con pantalones de tergal y un jersey de punto y zapatos gastados. Será alguien que lucirá un corte de pelo convencional y que tendrá vello en las orejas, un poco demasiado crecidas por la edad y algún capilar roto en la nariz, porque últimamente bebía de más por problemas económicos. Los vecinos aparecerán en la televisión diciendo que no sabían que iban a ejecutar un desahucio y que cómo iban a saber ellos y tal.

Mañana puede ser pasado mañana, claro.

Creo que hace mucho tiempo un alemán dijo eso de que el sistema capitalista había inventado el crédito para asegurarse la mansedumbre de los trabajadores en las fábricas, encadenados como estaban al pago de las cuotas. También dijo que uno de los grandes motores de la historia era la economía. Yo no digo nada, eh, nada de nada. Solo faltaría.

Yo creo que todo es una gigantesca trama, que todos compartimos las mismas visiones porque el gobierno (un único gobierno mundial que rige nuestros destinos desde las Cruzadas) ha inventado un mecanismo para inyectarnos sueños y estados de ánimo, diría Philip K. Dick, mientras juguetea nervioso con un bolígrafo y mira con disimulo a una esquina particular de la habitación.

Yo creo en la hibridación sexual con las máquinas, diría J. G. Ballard. Tal vez, quién sabe.

Yo ya no sé qué creer. Solo creo que estoy paranoico.

lunes, octubre 15, 2012

Entrevista

Ayer vi a Houllebecq en televisión en una entrevista, con esa pinta de pobre viejo abandonado que se le está poniendo, esa pinta de señor aficionado al alcohol al que hace mucho ha dejado de prestar atención a su apariencia. A mí me gusta lo que escribe Houllebecq aunque me deje pensativo y con mal cuerpo, me gustan sus reflexiones que nos obligan a enfrentar verdades incómodas, me gusta que diga que en algunas de sus novelas, como “Plataforma” se ha limitado a ejercer de observador pero, la verdad, lo vi ahí, con esa pinta de pobre, de infeliz, (y no se trata de juzgarlo literariamente, eh, que conste, no se trata de eso en absoluto, ya he dicho que me gusta lo que escribe y, además, por ejemplo ”El mapa y el territorio” me parece una grandísima novela, que conste también), lo vi ahí, iba diciendo, en la pantalla, con ese rostro cerúleo, de alguien con problemas de hígado o de páncreas, yo qué sé, que me dio mucho pena. Mucha pena. Y mira que admiro yo a este escritor, eh, mira que lo admiro. Pero mucha pena. Esa es la verdad. Tanto sufrimiento. Mucha pena, ya digo.

jueves, octubre 11, 2012

Fea

La mujer más fea del mundo tiene un peluche de color rojo colocado en su mesa y tres fotos de su perro con un pañuelo al cuello, un pequeño terrier blanco que mira a la cámara con inteligencia. La mujer más fea del mundo no tiene fotos de personas cercanas en el escritorio pero sí mil detalles corporativos aquí y allá que va coleccionado, supongo que como pequeños recordatorios de colaboraciones exitosas. Comienza a trabajar a las siete de la mañana y sigue trabajando hasta las ocho de la tarde. Es inmensa y su cara parece haber sufrido la compresión de una prensa. Su expresión no es afable, parece recriminar a los demás una ligereza que solo ella puede ver. A mí, la mujer más fea del mundo me da mucha pena, la verdad, aunque preferiría que no me lo notara en la cara. No estoy seguro de su reacción. Y no me gustaría que me saltara encima.

martes, septiembre 18, 2012

Cañamones

—Que sí, hombre, que se hace así. Mi hermana cogía los tomates, los escaldaba para pelarlos, les ponía sal, y luego los metía al baño María en uno de los botes que tenía preparados. Después los cubría de aceite. Así hacía la conserva. —dice uno de los tres paisanos que están tomando una cerveza a la hora del aperitivo en un pueblo pequeño. El del pelo blanco.
—Claro, si me acuerdo yo, que nos poníamos toda la familia con aquello cuando llegaba esta época… —dice el otro, el del chándal, con gafas que se sienta a su lado.
—¿Pues sabéis que he encontrado una planta de cáñamo un poco más para allá del huerto? —comenta un tercero.
—Cáñamo, dirás marihuana, ¿no?
—Bueno, una amiga mía que tiene fibromialgia dice que te haces una infusión con las hojas y se le pasan los dolores.
—Claro, como que es droga…
—¡Anda ya!, qué va a ser droga ni hostias… si es como prepararse una tisana, como va a ser droga eso.
—Tú verás…
—Que no, coño, cómo va a ser droga hacerse un té de las hojas de una planta. Y además, que es la planta de los cañamones, de la comida de los pájaros. ¿No os acordáis antes, que se compraban para dar de comer a los bichos? Me vas a decir tú que es droga. Anda ya, hombre.
—Bueno, tú la secas y luego te la fumas y me dices si es droga o no es droga. ¡Pues claro!
—Jesús, qué cruz de hombre. Pues, ¿sabes lo que te digo? Que tal y como está la cosa de mal y con las tierras que tengo, he pensado en plantar unas cuantas para sacarme un dinero. Y que cómo va a ser droga hacerse una infusión, que no me lo creo, vamos.
—Tú hazlo, que ya verás como aviso a la Guardia Civil.
—Y ¿qué hizo ayer el Real Madrid?
—Ganó dos a cero.
—Pues será de casualidad porque vaya entrenador que tiene. A ver si se va de una vez que, desde que está no me alegro igual cuando ganamos.

jueves, agosto 23, 2012

Levante

Había viento de Levante, que le llenaba el pelo de arena y los párpados y la ropa. Era normal que la gente se volviera loca con el viento, pensaba, las orejas lo recogían y lo amplificaban y lo envíaban de un pliegue a otro (qué cosa más extraña las orejas), y el viento acababa por inundarlo todo y resultaba imposible pensar. Había nubes, de esas grises y llenas de agua, cubriendo el sol. Y había mar.
Caminaba mirando la línea del horizonte, mucho más clara que en otros días más luminosos. El horizonte, tan diáfano, tan distinguible y delimitador. Miraba y pensaba en cómo funciona la vida, en que todo forma parte de un sistema, en que la manera de razonar de los antiguos (el círculo y el eterno retorno, el tiempo que vuelve) es más exacta que esta manía por definirlo todo en función de las ecuaciones, pensaba todo esto en la ciudad más antigua de Europa occidental. Pensaba porque no tenía nadie con hablar. Pero también intentaba convencerse de que no le importaba. Qué más daba. Estaba bien callarse de vez en cuando. Había decidido que no necesitaba a nadie, que lo importante era que nada le afectara.
Últimamente se sentía como si lo que le pasaba le estuviera sucediendo a otro, como si fuera el espectador de su propia vida, sentado en una silla mirándolo todo por la ventana. Era extraño porque esa era una sensación que había creído abandonar hacía ya bastante tiempo, pero ahora volvía de nuevo. El tiempo era algo elástico que iba y venía, que se estiraba y que se retorcía. Trascurría rápido cuando todo estaba en su sitio, pero se agrandaba y se hacía inmenso e inabarcable cuando aparecían los contratiempos (la misma palabra lo decía, contratiempos). El tiempo era como una cinta de Moebius de color gris acerado.
Dos personas entrenaban en la playa, corriendo en contra de los elementos, fieles al mensaje publicitario de Nike. En ese momento le hubiera gustado ser alguna de ellas, sobre todo la chica rubia, alta y de aspecto elástico que corría con tanto estilo. Una zancada y otra y el mar rompiendo contra la playa y el viento soplando e hinchándoles la ropa deportiva. Hacía muchos años había trabajado en una empresa de publicidad y había participado en una campaña publicitaria pequeñita para esa marca. Utilizar su ingenio para vender productos le había divertido durante algún tiempo. Todos somos putas, y los publicitarios los más putas de todos, recordaba haber dicho con orgullo en alguna ocasión. Pero había ganado dinero y se trataba de eso, ¿no?
Había ido a la playa para diagnosticarse y había sido un error. El diagnóstico estaba claro, lo realmente difícil era la solución. El viento seguía ululando y resoplando, el mar seguía rompiendo, azul grisáceo, contra la playa, una y otra vez, sístole y diástole, insistente como el bombeo de su corazón en su armazón de costillas. Armazón de costillas era una buena frase, pensó, algo literaria pero una buena frase, sin duda. También pensó que hay palabras  que se han recubierto de significado a lo largo del tiempo y corazón es una de ellas. Sólo pensarla y ya se sentía cursi. Si todo está en el cerebro y nada más, por favor..., si el corazón es estúpido, un ingenio hidráulico bien constituido, latido, latido y la sangre roja a las arterias y la venosa a los pulmones para recuperarse, el sistema circulatorio en rojo y azul tal y como aprendimos en el colegio. En fin.
 A veces pensaba que su vida se había convertido en algo parecido a un páramo gris, de color del granizo deshaciéndose tras la tormenta, y a veces que era más bien brillante y reluciente como un coche de marca recién comprado en el concesionario. Todo dependía de por dónde soplara el viento de Levante.
Un par de mujeres en su vida, cuarenta y cinco años bien llevados, un piso en el centro, un buen coche y una casa en la montaña bien acondicionada lo convertían en alguien de éxito, ¿no? ¿No era eso a lo que todo el mundo aspiraba?

martes, agosto 21, 2012

Dentro

Andrés a veces piensa que lo único constante en su vida desde que tiene memoria es que, muchas veces, ha preferido estar dentro de un libro que en cualquier otro lugar (excepto, tal vez, y ya adulto, entre las piernas de una mujer).

lunes, agosto 20, 2012

Imperio

“—Te gustan los bolos, ¿verdad, Montag?
—Los bolos, sí.
—¿Y el golf?
—El golf es un juego magnífico.
—¿Baloncesto?
—Un juego magnífico.
—¿Billar? ¿Fútbol?
—Todos son excelentes.
—Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza el superdeporte. Más chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos. Y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas, viviendo una noche en la habitación donde otro ha dormido durante el día y el de más allá la noche anterior.”
 Farenheit 451. Ray Bradbury.

Que el fútbol no acabe nunca, que todos los años haya olimpiadas y mundiales, que el snooker y el curling sean deportes de amplitud mundial, que la televisión bombardee constatemente con actividades físicas o bien con blandas homilías sobre la entrega y la esperanza, sobre la capacidad de superación del ser humano. O a Cristiano Ronaldo rematando en posición acrobática. Recuerdo que hace diez años, recién releída esta novela, llegué a EE.UU. y quedé impresionado por la exactitud de la predicción, por lo inequívocamente americana que resultaba (aquellos conductores atropellando a los peatones en las carreteras sin aceras; las pantallas cubriendo las paredes, con imágenes más reales que la propia vida y las personas participando en tiempo real en sus seriales favoritos). Ya no me impresiona. La sustancia de los libros distópicos que nos entusiasmaron de jóvenes se ha ido filtrando poco a poco en todo.

Pero.

La luz de los cuadros de Hopper es la luz del invierno de Madrid aunque es la luz del verano de la costa este de EE.UU. Las personas de sus cuadros no sonríen pero sus cuadros me parecen brillantes y llenos de esperanza. Hopper, el pintor de la melancolía de la vida urbana moderna; Hopper, el retratista de la soledad de medianoche; Hopper, el pintor de la desgraciada modernidad americana. Bah. Lugares comunes. A mí me parece un pintor si no alegre, al menos esperanzado. La exposición me parece muy bien organizada (comisariada es una palabra horrible, me imagino automáticamente un despacho de color gris, con muebles metálicos en los que las fichas sobre los ciudadanos se acumulan poco a poco), se ven sus inicios, sus cambios de técnica, su ojo fotográfico y la luz de las grandes producción de Hollywood a partir de los años cuarenta. El ilustrador del imperio.
Pienso que, como ocurre con otros artistas americanos, sus cuadros parecen reflejar una atmósfera en la que no existe el peso de la tradición, como si hasta la luz fuera más ligera (y los cielos más altos) allí en el Nuevo Mundo, sin el peso de la sangre y de los huesos de la Historia que los cielos europeos parecen soportar y que tanto apabullan a los creadores de aquí, que tanto pesan a la hora de ponerse a escribir o a pintar. Brand new air, Brand new day, dirían ellos tal vez (y una risa, el cloqueo tontorrón de una mujer interrumpe el texto, pobre mujer, tan cerca de los cuarenta, con esa pinta de no haber conocido varón y esa risa tonta, floja; pobre mujer, pienso), algo fresco y nuevo, un nuevo cielo bajo el que todo es posible: Bradbury, Gibson, Eugenides, Delillo, Foster Wallace. Franzen no. Franzen parece europeo. Pienso.

viernes, agosto 17, 2012

De vuelta II

Yo solía escribir sobre las cosas que se me ocurrían mientras montaba en moto camino del trabajo, o cuando esperaba el autobús o el metro, o cuando tomaba notas de los libros que leía, o cuando estudiaba; solía escribir para inventar situaciones, para recordar el barrio en los ochenta, (con sus “pinchaítos”, como dice una amiga mía), para ponerme lírico (“en un amanecer cárdeno y pulido”), para hacer homenajes a personas que la historia ha olvidado (William Murdock).

Me apunté a un taller literario y escribía una vez cada dos semanas un relato y escribía algunos con un tema común esperando que me saliera una novela como por casualidad, (ya ves, por casualidad una novela, qué estupidez) y pensaba que nada había más normal que escribir casi todos los días, imaginar un cuento y estrujarme los sesos para que las tramas fueran creíbles y los personajes también, porque yo, como casi todo el mundo que escribe, pensaba que tenía algo que contar, un punto de vista, cierta mirada sobre las cosas.

Yo solía escribir con la despreocupación del aficionado que se toma en serio lo que hace pero que sabe que no es demasiado importante que siga haciéndolo o no y solía ridiculizar a todos esos petimetres (me encanta esta palabra) que se toman demasiado en serio a sí mismos, que van por la vida con un aire denso de autoconciencia, mirando a los demás por encima del hombro.

Ahora no lo hago (bueno, lo estoy haciendo, eso me gusta, es paradójico decir que no escribes de este modo) y creo que se trata de que no estoy seguro de no hacer el ridículo enseñando las plumas como un pavo real (¿qué sonido harán los pavos reales?) y diciendo a todo el mundo mira lo que hago, mira lo que sé, mira todo lo que ha aprendido, mira lo que hago, coño, míralo, que te lo estoy diciendo…

Yo solía escribir y llegó la realidad y empezó a parecer mucho más interesante que la ficción y luego la realidad se excedió y comenzó a ser asfixiante y a chorrear pringosa desde las primeras páginas de los periódicos. Yo solía escribir y luego dejé de hacerlo y no pasó nada. Hasta encontraron el bosón de Higgs, ya ven.

Y ahora estoy volviendo, poco a poco, como un alcohólico empedernido que regresa de la clínica de desintoxicación, como un anciano, con mucho cuidado, un pasito y luego otro. Como el corredor al que ponen una prótesis en una rodilla e intenta acomodarse a sus nuevas sensaciones y pisa con una zapatilla nueva el asfalto a ver si su cuerpo recuerda cómo se hacía aquello. Poc a poc.

Haciendo dedos. Preparando el terreno para la ficción. El territorio de siempre de este blog.

(Y al final me pregunto: ¿a quién coño le importará?). (Y me respondo: supongo que al menos a mí.).

viernes, agosto 10, 2012

De vuelta

Dice el Sr. Chinarro en una canción: "Mi vida es un flash que atraviesa mi cráneo" y yo pienso que no puedo estar más de acuerdo, que no hay una manera mejor de decirlo. También dice muchas otras cosas pero esa en particular siempre vuelve, una y otra vez, a mi cabeza, como una metáfora perfecta de mis últimos años, como una imagen que condensa todos los cambios, todas las idas y venidas de estos tiempos.

Llevo mucho tiempo sin actualizar este blog, sin escribir (más de cuatro meses). La verdad es que no me ha importado mucho. He estado demasiado ocupado con otras cosas como para echar de menos publicar o recibir comentarios, demasiado ocupado viviendo como para escribir. Tal vez escribir sea poder vivir de forma vicaria, tal vez no. La verdad es que cada vez estoy menos seguro de nada. Ni siquiera de mi propia vida.

Al llevar tanto tiempo sin escribir, las palabras cuestan. Todo parece banal, sin importancia, demasiado común para que merezca la pena hacer el esfuerzo. Sobre todo la ficción.

Pero prometo intentarlo de nuevo.

viernes, marzo 23, 2012

Desierto

Sobrecogido, contempla la infinita extensión de arena. Ha mirado los mapas y conoce bien el lugar en el que se encuentra. Al oeste, a unos cinco kilómetros hay una depresión en cuyo centro un manantial ofrece una breve visión de vida. Al noreste, a cientos de kilómetros comienza la sierra nevada y si la reverberación del aire no las convirtiera en siluetas huidizas, podría ver sus cumbres desde aquí.
El aire arde y le reseca la garganta, a pesar de las ropas largas de algodón que lo protegen del sol. Respirar arrítmicamente tampoco ayuda. Tiene que controlarse, si respira descompasadamente el anhídrido carbónico se acumulará en la máscara de su boca y le provocará una falsa sensación de ahogo, no por falsa menos verdadera para su cerebro, que pensará por su cuenta estar asfixiándose. Lo sabe y vuelve a respirar hondo con el estómago por quinta vez y una vez más consigue ahuyentar el miedo.
Se ha propuesto hacer un reconocimiento del límite este del sector, según su mapa, para intentar encontrar, con suerte, una pieza que necesita para el depurador de agua. A cada paso le resulta más arduo el esfuerzo de sacar el pie y golpearlo ligeramente contra el suelo para dejar que se escurra la arena. Al llegar al final de una duna, justo un metro antes de la línea perfecta del horizonte, vuelve la sensación.
Respirar, abriendo de nuevo la boca del estómago, contraída por el miedo, dejar salir el pájaro muerto que aletea allá dentro, respirar, llenar las bolsas de los pulmones, una pequeña apnea, relajar el diafragma, dejar salir el aire suavemente y volver a hacerlo hasta que el pájaro vuele lejos, respirar de nuevo hasta conseguir que la sensación se desvanezca, hasta conseguir mirar sin aprensión la infinita extensión de arena.
Ayer estuvo a unos cincuenta kilómetros del lugar en el que ahora mismo boquea y le pareció escuchar un ruido debajo de la trampilla, un ruido quebradizo, tal vez cristal, pero a pesar de usar la palanca durante un buen rato, solo consiguió abrir un hueco demasiado estrecho para meter la mano. Desde entonces piensa en ese ruido, en su significado. Eso le ayuda a concentrarse en algo concreto: la segunda trampilla del bancal junto al riachuelo seco. Cuando lo recuerda, puede mirar de frente al horizonte y observar durante unos segundos su línea cambiante, difuminada contra el cielo blanco.
En otra ocasión le pareció distinguir la silueta de un pájaro en uno de los arbustos y casi tuvo la certeza de verlo levantar el vuelo moviendo las alas con energía, para después planear en las corrientes de aire caliente y desaparecer. Durante meses, cuando su respiración se aceleraba, recordaba la imagen del pájaro contra el cielo y conseguía tranquilizarse.
Las nubes oscuras se aproximan de nuevo desde el sur. Debe volver a casa antes de que el agua comience a dejar marcas circulares en la arena, como pequeños volcanes con su cráter en el centro.
Cuando cierra la puerta del hogar tiene cuidado en que la manta oscura cubra el hueco, para que la temperatura no baje demasiado durante la noche. En unos minutos, cuando la nube descargue sobre su zona, desaparecerá el calor, que se diluirá en el espacio gris macilento que la tormenta de la tarde dejará atrás. Todavía rememora de vez en cuando el día en el que salió justo después de su paso y las nubes rojizas se entreveraban con el cielo gris en poniente. Pensó entonces en algo mayor que él, mayor que la extensión de desierto, que las montañas de la sierra nevada que parecían bailar contra el horizonte, mayor que su miedo y su costumbre de concentrarse en pequeños detalles de esperanza para vencer el ahogo.
Todo aquello debía de tener algún sentido. Pero en aquel momento el intenso frío comenzó a bajar rápidamente su temperatura corporal y a duras penas abrió la puerta del hogar. Casi tres horas tardó en entrar en calor.

martes, enero 24, 2012

Notaría

La cara de la secretaria mayor de la notaría era de desgracia, con las arrugas de expresión tan marcadas que era inevitable imaginarle un pasado o un presente tortuoso. La señora, imagino, disfrutó de una posición envidiable en la España de hace cuarenta años, cuando ser secretaria en una notaría era un puesto codiciado por las mujeres de todo el país y ahora, bueno, solo era una señora mayor con cara de pena y las líneas de expresión muy marcadas en torno a la boca. Tal vez echara de menos los bailes, las faldas de vuelo y los paseos por San Sebastián, no sé, se me ocurre, por imaginarle unos veranos burgueses. Nada de Benidorm. O simplemente echara de menos la juventud. Según parece, pasa mucho.
Me gustó su acritud con el notario. Imaginé que no solo se trataba de esa displicencia que puede surgir de la costumbre en el trato, sobre todo después de muchos años compartiendo ocho horas al día en una oficina pequeña y con pocos compañeros. La obligación de encontrarse a diario con alguien antipático tal vez la hubiera hecho despreciarlo. O mejor odiarlo. Podría ser que la señora estuviera leyendo el ABC en vacaciones (ya no en San Sebastián, demasiados turistas, las cosas ya no son lo que eran) y que al leer la esquela de su jefe, se sintiera satisfecha, regocijada. Tal vez pensara alegre en la jubilación: al fin, sí, me lo he ganado, son muchos años, que le den.
Podría ser, sí, pero lo que imaginé entonces fue otra cosa. La imaginé joven, con la falda subida, aguantando las embestidas del notario, contra una de las mesas antiguas de roble. Imaginé al notario con los pantalones por los tobillos, a lo suyo. Los imaginé follando y me pareció un motivo legítimo para el odio, pasados los años. Me pareció que el odio de la secretaria por su jefe era lo único de verdad que estaba sucediendo allí, un odio que se derramaba por todas aquellas mesas en las que se firmaban los créditos, las hipotecas, en las que se constituían las sociedades limitadas en los años setenta, esos negocios en los que fueron consejeros delegados los padres y ahora lo son los hijos. Sí, me gustó imaginar aquella escena de sexo, me gustó pensar que la secretaria odiaba a su jefe. Me pareció lo único parecido a la vida que había en aquel despacho.