jueves, diciembre 22, 2011

Incredulidad

Ayer recordé que llevaba mucho tiempo sin imaginar una historia, aterido de realidad como estoy, con todas las noticias en la primera plana de los periódicos pateándonos la cara con fuerza a la vez que tejen en segundo plano una invisible maraña de desesperanza que todo lo agarra. No me gustaría palmarla, que dijo Boris Vian. Y menos en estos tiempos, diría yo, después de cotizar tanto tiempo a la seguridad social y no haber estado en paro ni un solo día desde hace veintidós años. ¡¡Que me devuelvan mi dinero!!, dan ganas de gritar aunque no sepamos ante quién. O mejor: ¡¡Que me devuelvan a los años noventa!!, aquella época donde el optimismo del mundo, tan infundado como este trágico pesimismo, parecía conducirnos a todos al fin de la historia, a la felicidad perpetua, al paraíso, entendido tal y como lo hacían los primeros cristianos, es decir a la inmovilidad profunda y feliz de los iluminados por el resplandor de Dios. O algo así.

El caso, que me disperso, es que no escribo. Escamado como estoy con la deriva del mundo y con la maraña invisible que está surgiendo al amparo de la crisis. Pero más aún con mi miedo, sobre todo al futuro. Y, claro, me doy cuenta que ese es el primer síntoma de que me hago viejo: el miedo al futuro. Hacerse viejo es eso y el cese de las esperanzas, dejar de creer en las certezas que nos han acompañado durante mucho tiempo. Incluso dejar de creer en escribir, dejar de imaginarnos escribiendo cosas que zarandeen al lector y lo emocionen: un lector como yo, admirado en mi butaca de la librería con los relatos de Alistair MacLeod, por ejemplo.

Releo mis relatos antiguos y en algunos me sigue pareciendo que hay algo que tal vez merezca la pena, así que llego a la conclusión de que el problema no es ese (aunque haya aprendido a sobrellevarla, mi desconfianza hacia mi propio talento para escribir no me abandonará nunca), el problema es pensar que las historias hayan dejado de servir para algo. La realidad es demasiado compacta como para que las palabras puedan arañar la superficie, puedan hacer algo de luz. Su complejidad, que me fascinaba no hace mucho, ahora se me antoja inabarcable.

Sí, lo sé, todo depende del punto de vista y de la atención con la que se observa, de acuerdo, pero hay tantas cosas bajo el sol, tanta inteligencia e ingenio acumulados en cualquier faceta de la vida que se hace difícil pensar que las historias consigan mejorar su inteligibilidad (ya ves, Foster Wallace, la erudición extensa tampoco te ayudó).

¿Han pensado en la cantidad de ingenio, talento y cálculo necesarios para que en cualquier hipermercado las estanterías estén repletas y a la vez los comestibles de la cámara frigorífica no se echen a perder? Piensen en Almería, un desierto hace 30 años y probablemente el lugar más pobre de Europa y ahora el principal productor de frutas y verduras del conteniente, con hasta tres y cuatro cosechas al año, con invernaderos que utilizan un sistema de riego controlado por un sistema inteligente y cuyo resplandor puede verse desde el espacio. Piensen en el inmigrante sudando bajo el plástico, viviendo de cualquier manera, en su sudor; piensen en su historia, en lo que debe pasar por la cabeza de alguien que debe cruzar un desierto a pie y demás desgracias. En las pobres putas rumanas que vinieron engañadas. Piensen ahora en el tomate que recoge el emigrante, rojo, perfecto, sano, sin parásitos y por completo insípido, como son las verduras que nos hemos acostumbrado a comer, como es la vida que nos hemos acostumbrado a llevar. Ahora en el camionero que lleva la carga de Almería a Madrid o a Bruselas y en sus inmensas jornadas en la cabina, en sus manos recias y en su espalda jodida por pasar demasiado tiempo sentado. Y por último, en la cámara frigorífica del Alcampo de Bruselas donde ese tomate esperará que alguien lo compre. En el delicado equilibrio que los gerentes del supermercado deben respetar para no tirar más comida de la cuenta y también en los indigentes que esperan para cenar esa comida a punto de convertirse en basura. Y así es todo. Miremos donde miremos hay historias como esta. Un puente me lleva a pensar en largas noches de insomnio con el cálculo de estructuras, una carretera en que no hemos cambiado apenas el método de construcción desde los romanos, una obra de Caravaggio en que los ángeles eran chaperos y las vírgenes putas callejeras de la Roma de la época, un témpano de hielo en que los colores son constructos culturales y la estela de un avión en una frase de una canción de Sr Chinarro (avionetas… son publicitarias o de metralletas). Y lo importante es: ¿ayudan estas historias en algo para comprender el mundo?, ¿nos ayudan en algo a nosotros?

Supongo que sí, supongo que, como nos explicaron en las clases de teoría literaria, más que Homo Sapiens (monosabio, qué gracia, como el mozo que ayuda y socorre al picador en la plaza de toros durante la lidia) somos Homo Logos, el ser con palabra, el ser necesitado de contar historias. O dicho de otro modo, no hay en el hombre un cambio cualitativo esencial respecto al resto de animales excepto la acumulación cultural gracias al lenguaje. Los genes y los memes, ya saben. Es el lenguaje el que nos hace diferentes, es el lenguaje el que nos hace humanos y de ahí que siempre estemos esperando que nos cuenten un cuento, que nos lleven a otro sitio gracias a las palabras. Eso es lo que nos decían en aquellas clases que me fascinaban no hace tanto y que ahora contemplo con cierta vergüenza, con todos aquellos estudiantes iniciándose en la terminología propia e inexpugnable de los estudiosos universitarios de humanidades. Más o menos así. La vergüenza, digo. La inseguridad de que escribir ficción sirva para algo. Incluso la inseguridad de que escribir ficción me sirva para algo a mí, que, a fin de cuentas, es lo que importa.

Y aún así, ya estamos otra vez. Disculpen la parrafada. Supongo que no puedo evitarlo.