jueves, febrero 10, 2011

Flamenco

Cuando el maestro Miguel Poveda, frisando todavía la treintena, hizo en la misma canción un homenaje a Antonio Mairena y Pepe Marchena, rivalidad vieja y vigente en la época en la que mi abuelo era joven, aquellos que, como yo, no creen en la trascendencia, ni en Dios ni en Buda ni en nada más que el disfrutar aquí y ahora, casi pudimos ver los espíritus de ambos cantaores entrando en el cuerpo del maestro. Juro que los vi y juro que recordé una novela de Vila-Matas en la que un escritor se dejaba poseer por el espíritu de otro escritor, que a su vez se había dejado poseer por el espíritu de otro y de otro y de otro, en una cadena interminable que, si lo piensas, supongo acaba en un homínido dibujando algo en el suelo, juro que los vi discutiendo como en la época (yo soy más de Mairena, las cosas como son) y reconciliándose al fin dentro del mismo cuerpo, el del maestro Miguel Poveda. Piensen en ello, un mismo hombre, un mismo cantaor, frisando todavía la treintena, acabando de una vez por todas con ese enfrentamiento, por un lado la voz directa y poderosa y por otro los arabescos en falsete. Juro que los vi y lo juro por Dios, por estas, lo juro tan en serio como si fuera el mejor católico del mundo. Por mis muertos.
Cuando después hizo dos homenajes a Morente, que el Dios en el que no creo lo tenga en su gloria cantándole con su voz cazallera al oído (en el caso de que Dios necesite que le canten al oído, que lo dudo, que Dios lo sabe todo y entonces ya sabe lo que sentiría si Morente le cantara al oído, él se lo pierde), cuando hizo aquello, juro otra vez que vi al maestro hinchando el pecho y cantando de menos a más, cambiando la nota inesperadamente, cambiando con su voz el flamenco para siempre que, como dijo el maestro Poveda, frisando todavía la treintena, es imposible hablar de él en pasado, él que siempre fue el futuro del flamenco, él que fue el más moderno entre los modernos y se atrevió a grabar Omega, que seguro que no hay un disco como ese desde La leyenda del tiempo de Camarón, que eso son palabras mayores y ganas me dan de santiguarme sino fuera porque no creo en Dios, que creo que ya lo he dicho antes, Omega, grabado con un grupo de hardcore que gustaba de la distorsión y que ha pasado a la historia, Lagartija Nick, se llamaba, que ha pasado a la historia, decía, por haber grabado precisamente ese disco, que nadie se acuerda de lo que hicieron en solitario, dicho sea esto con todos mis respetos, que conste, que grabaron Omega y ya fue suficiente. Vi al maestro. Lo juro por Dios que lo vi.
Y cuando el maestro Miguel Poveda, frisando todavía la treintena, hizo una saeta, me quedé boquiabierto admirando su voz, su temple y su jondura, boquiabierto, que cerré la boca en el gesto de tragarme el nudo que se me había puesto en la garganta y me costó la misma vida poder tragarme aquella bola que estaba hecha del mismo material que acabó con los huesos de Stendhal en el suelo cuando miró hacia arriba en la Iglesia de la Santa Croce en Florencia, la misma esencia que se te instala en la base de la columna vertebral cuando miras el David de Miguel Ángel o El Cardenal de Rafael, una sustancia tan particularmente humana que han tenido que pasar treinta mil años desde el momento en el que el homínido que pintaba antes en el suelo tuvo la idea de dibujar un toro en su cueva para que los dioses le sonrieran en la caza, algo tan inexplicable, (inefable es una palabra más exacta para ello, lo que no se puede expresar con palabras), que llevamos siglos dándole vueltas, intentando explicarla, que si el arte es esto o es aquello, que si el arte debe provocar emoción o no, que si tal y que si cual. Que os calléis coño, que no oigo cambiar de palo al maestro Miguel Poveda, frisando todavía la treintena.

El flamenco es una cosa muy seria, eso lo sabe todo el mundo, aunque en el concierto de Poveda, le pidieran a gritos desde el público que se adelantara, que no lo veían, que habían venido a verlo y a escucharlo y el contestara que era muy feo, que era mejor que la gente se dejara llevar por la música para acabar adelantando la silla y consiguiendo un aplauso de los mismos que gritaban y a los que el público mandaba callar. El flamenco es una cosa muy seria y, durante muchos años y aún ahora, la imagen que los extranjeros tienen de España pero cuando Poveda se levanta y baila, lo hace fatal porque siendo payo y catalán, qué quieres, pues que baile fatal por mucho que digan que el ritmo se lleva dentro y que el que es capaz de cantar así debería ser capaz de moverse un poco mejor. El flamenco es una cosa muy seria aunque en las palabras que dedicó el maestro a Morente, muerto y enterrado hace tan poco, saliera a relucir que con el de Graná siempre te amanecía, que Enrique era así, todo alegría y comerse la vida con hambre y venga vinos y venga cigarrillos y lo que viniera después. El flamenco es una cosa muy seria y, como decía José Mercé en una entrevista, qué horas son estas para un flamenco, que me hacéis ir a grabar a las nueve de la mañana, coño.

martes, febrero 08, 2011

Trenes

Todos estamos sobrepasados de información y lo sabemos aunque no hagamos nada por solucionarlo. Todos empleamos demasiado tiempo pulsando repetidamente el enlace a nuestra bandeja de entrada, refrescando la página de FB, tuiteando como imbéciles naderías de 140 caracteres. Mientras tanto, nuestro cerebro cambia y a pesar de tener la impresión de hacer muchas cosas a la vez, lo cierto es que perdemos el tiempo de forma clamorosa (pulsa y pulsa y pulsa el enlace que lleva a tu bandeja de entrada y vuelve a pulsarlo a ver si alguien te ha escrito en el intervalo de cinco minutos entre una pulsación y otra). Refresca tu página de FB. Proclama al mundo tu estado de ánimo. Únete a causas justas con un solo clic. Mientras tanto cada vez somos más incapaces de prestar atención continuada a algo que requiera concentración. Mientras tanto ponemos a la misma altura intelectual al grupo y al fan que lo sigue, a la alta literatura y al cómic, a la página de tendencias y al filósofo de la ciencia. Mientras tanto, los diez minutos de fama de los años sesenta se han convertido en segundos de popularidad gigantesca en una red inaprensible que, sin embargo, nos tiene a todos agarrados por el cuello. Estamos cambiando nuestra manera de pensar, nos estamos convirtiendo en seres capaces de atender superficialmente muchas cosas (la mayoría de ellas inútiles), seres superfluos, incapaces de penetrar la costra que las grandes compañías segregan poco a poco sobre la realidad, haciéndola más poderosa, más elástica, más flexible. La cosa en sí, que decía el filósofo. La cosa es sí está ahogada por esa costra que no es más que una tela de araña que lo envuelve todo de nailon indestructible. Estamos cambiando y ni siquiera nos damos cuenta. No tiene que ser necesariamente malo, es cierto. Los humanos tenemos una capacidad de adaptación sorprendente y también nos mareábamos cuando probamos por primera vez viajar en tren a 80 kilómetros por hora y nuestros ojos eran incapaces de enfocar el paisaje (cambiando a cuatro o cinco velocidades según fijemos nuestra vista más cerca o más lejos del borde del camino). Lo hicimos y ahora podemos circular a doscientos kilómetros por hora sin detenernos a pensarlo demasiado. Tampoco estábamos preparados para subir los 14 ocho miles, que diría Vegas, y ahí están todos esos héroes amputados que lo han conseguido sin oxígeno. Los humanos (el virus que acabará con el planeta, agente Smith dixit) somos sorprendentes. Y, últimamente, ligeros como la espuma de zanahoria.

En las últimas semanas imagino gráficos vectoriales en verde fluorescente que representan mis ideas, pienso en el universo de los conceptos como una esfera compacta y veo la inteligencia humana extendiéndose por su superficie en ondas, olas de inferencias que recubren poco a poco ese planeta ajeno y oscuro pero que no consiguen penetrar en su interior, pues apenas aspiramos a explotar una minería de conclusiones en la superficie, a cielo abierto. Cosas así, imágenes en movimiento que apenas arañan la capa más externa de lo que quiero decir.
Imaginen por un momento un instante de la red, imaginen los centenares de millones de comentarios a los blogs más famosos, las decenas de millones de conversaciones de vídeo, los miles de millones de imágenes. Imagínenlo todo de forma simultánea, como un flash, como un pico de información capaz de desbordar los más potentes ordenadores, una vibración en el aire, un nota disonante en la melodía del mundo.

Ahora, respiren profundamente, dejen su mente en blanco y lean:

Luna, reloj de arena:
la noche se vacía,
la hora se ilumina.

Octavio Paz
HAIKÚS
Árbol adentro, 1987