viernes, enero 29, 2010

Necrológicas

Cuando un escritor en edad provecta muere (y, parafraseando a Marías, muere para siempre y para siempre deja de envejecer, eternamente congelado en la última imagen que tengamos de él), las secciones de cultura de los periódicos publican al día siguiente varios artículos que hablan de él, de su obra, de su vida, de su importancia. O de la importancia que tuvo su obra para el que firma el artículo, que viene a ser lo mismo.
Yo me pregunto si se trata de algo que los escritores que firman esos artículos pueden improvisar sin esfuerzo (a fin de cuentas hablan de un oficio común y conocen la obra del que ha muerto y se les supone duchos en la escritura sobre temas conocidos) o si esos mismos recibieron un encargo tiempo atrás, algo como: ve preparando la necrológica de Ayala (¡cuánto tiempo habrá esperado acumulando polvo!) o la de Salinger, que no tendremos su foto, pero que no debe de quedarle mucho, que está mayor el hombre y la muerte no entiende de anonimatos.

Y como a mí también me gusta contar historias, prefiero imaginar que se trata de lo segundo, que hay personas en los periódicos encargadas de revisar la edad de aquellos lo suficientemente importantes como para aparecer retratados en un panegírico elegíaco (demasiadas esdrújulas), encargados de llevar la cuenta de sus días sobre la tierra. Y que esas personas guardan un archivo de textos escritos para cuando los importantes ya no estén entre nosotros. Y que ese archivo (en la carpeta de un ordenador llamada, por ejemplo: Futuras necrológicas) parpadea sutilmente, como un corazón contaminado por la arritmia, como un tumor, como una acumulación de colesterol en las arterias.

Otra cosa. A mí me da igual que haya muerto Salinger. No lo he leído y por tanto no lo he conocido y es difícil lamentar la muerte de alguien que no conocemos. Y además, puedo leerlo cuando me apetezca. Así que ese escritor muerto (y eternamente congelado en su foto de viejo gruñón) aún no ha nacido para mí. Y podrá nacer cuando a mí me apetezca. Si es que me apetece.

Como un antiguo profesor mío, gordo y socarrón, solía decir: lo bueno de la literatura es que tus contemporáneos pueden haber muerto hace varios siglos. Y esos pueden ser más amigos tuyos que los que ves a diario.

Y, por último. Qué de juego que dan los escritores, qué de juego que da la literatura, qué grandes temas literarios.

lunes, enero 25, 2010

Suzanne

Si estás escuchando las canciones de Cohen, no puedes evitar desear haber escrito I'm your man o, mejor dicho, haber sentido algo tan absoluto como para haber escrito una canción como esa:

If you want a lover
I'll do anything you ask me to
And if you want another kind of love
I'll wear a mask for you
If you want a partner
Take my hand
Or if you want to strike me down in anger
Here I stand
I'm your man

Pero solo es necesario continuar escuchando sus canciones, escucharlo cantando con su voz rota y sus coros femeninos, para que llegue un momento en el que lo que realmente desees sea encontrar a Suzanne:

And just when you mean to tell her
That you have no love to give her
Then she gets you on her wavelength
And she lets the river answer
That you’ve always been her lover
And you want to travel with her
And you want to travel blind
And you know that she will trust you
For you’ve touched her perfect body with your mind.


Seguro que Suzanne, esté donde esté, es una de esas mujeres capaces de llorar (un río a cada lado) como un guerrero épico, sin vergüenza. Capaces de salir una y otra vez de los agujeros más profundos sin darse importancia. Y cuando encuentras a una mujer así, una mujer capaz de mecerte en sus brazos cuando acabas de decirle que no tienes nada que ofrecerle, capaz de decirte que, aunque no lo sepas, siempre has sido su amante, no puedes evitar amarla y, por extensión, amar un poco más a todas las mujeres capaces, hermosas, inteligentes e independientes que has conocido en tu vida.

Quién dijo miedo.

jueves, enero 21, 2010

Ejecución

El nuevo emperador romano ha tenido mala suerte con la elección del último médico. Se ha limitado a hacer como siempre. Ha reservado un día para su operación de estiramiento de piel y ha comunicado al consejo de ministros que, durante un mes, se encontrará en su villa, reponiéndose y descansando como le gusta, con mujeres ligeras de ropa y pizza a todas horas. El paraíso, ya se sabe. Pero ha cometido un error en la elección de su médico, un reputado profesional de sesenta años que, aunque nadie lo sepa, nació en un país del este de europa y fue programado por el KGB para actuar cuando alguien le llamara por teléfono y le dijera una frase en particular, la contraseña de activación. El médico nunca ha recibido una llamada parecida y, de hecho, ha olvidado que alguna vez nació en un país frío del este de europa. Se considera el más romano de los romanos e ignora que si alguien lo llama y dice: Nunca nos derrotarán, tovarich, seguirá al pie de la letra las instrucciones que le musiten al teléfono a continuación.
Y, de las pocas personas que aún recuerdan al agente dormido, hay un miembro de la mafia rusa a quien el nuevo emperador romano le ha jodido un negocio muy jugoso.
Así que a ver si esta vez hay suerte. La necesitamos todos.

lunes, enero 18, 2010

Poesía

Me gustaría ser capaz de aprehender de alguna manera la sensación de aburrimiento, con sus ataques breves e inesperados, con esos días en los que poco a poco se condensa hasta convertirse en otra cosa, en hastío, ser capaz de analizar ese sentimiento que hace que el tiempo se ralentice y que convierte en una tortura el sonido de los minutos, cayendo de cualquier manera del reloj, cayendo, ploc, ploc, unos sobre otros y refulgiendo encima de la mesa con una luz extraña, verde, radiactiva, insana. Pero no soy capaz, no soy capaz de encontrar una imagen adecuada para reflejar la sensación que el aburrimiento inocula en el estómago, aparte del tópico, aparte del nudo y las mariposas y otras imágenes manidas que no me interesan, tal vez una sensación parecida a la que tienen los fumadores cuando tienen ganas de fumar y no pueden, tal vez una sensación limítrofe con los nervios que nos asaltan el domingo, no sé, no sé explicarlo mejor y tal vez este fracaso (este fracaso que se está consumando en este mismo momento) no sea solo mío, aunque casi seguro que sí que lo es, pero tal vez este fracaso (mío, solo mío, seguro que es solo mío) sea un poco el fracaso de todos, el fracaso de las palabras y, en este momento, y no es que haya demasiados, lo que me gustaría sería ser poeta, ser capaz de tallar el sentido de las palabras, como un judío ortodoxo que se dedicara al negocio de los diamantes en NY.

Pero no estoy llamado a tan excelsa misión. Qué le vamos a hacer.

lunes, enero 11, 2010

Semblanza

En la oficina hay un tipo que, de alguna manera, constituye el último modelo de aspirante a directivo de una gran empresa. Estoy convencido, porque lo he visto en los últimos años, que la distancia mental, o moral si quieren, entre los trabajadores de una empresa y los aspirantes a directivos ha aumentado de forma paralela a la distancia existente entre sus ingresos. La sociedad se ha polarizado. Hace veinte años el presidente de una gran compañía ganaba veinte veces más que un trabajador medio, ahora gana dos mil veces más. Hace veinte años, la educación era una herramienta para ascender socialmente, ahora los mileuristas tienen dos carreras y hablan tres idiomas.
El problema es que para llegar a ese nivel desde el que todo se mira con mayor tranquilidad (también lo he visto, un director puede caer en desgracia pero jamás, jamás, pierde sus ingresos) es necesario tener cierta actitud, una actitud que consiste, básicamente, en halagar a los que están por encima en la jerarquía y maltratar a los que están debajo, eso sí, todo recubierto de una capa de cordialidad muy norteamericana, como esos trabajadores de Starbuck que preguntan tu nombre y sonríen de forma profesional y vacía y que, en un instante, pueden pasar a mirarte con odio si te detienes más de cinco segundos en la cola porque no sabes dónde queda el azúcar.
La falsa cercanía es fundamental. Saber hablar el lenguaje de los subordinados, saber decir tacos cuando es necesario, saber enfadarse con los trabajadores de otras empresas cuando la cosa no sale como se espera, poder compartir secretos de alcoba con ellos en el vestuario del gimnasio, los apretones de manos, los abrazos en las cenas de empresa, los insultos floridos y trabajados con el estilo impostado de las malas traducciones de películas de los setenta. Decir cosas como: ese tío es una rata repugnante, el colega ese es un miserable. Cosas así. Directamente desde los estudios de doblaje portorriqueños.
Este tipo en particular, que, ya digo, encarna de alguna manera un prototipo más común de lo que me gustaría, es grueso pero fuerte, como si no pudiera evitar comer a dos carrillos y más tarde pasara una hora levantando pesas en el gimnasio, convirtiendo la grasa en músculo pero pesando veinte kilos más de la cuenta, como si fuera un negro norteamericano de esos de una película de Spike Lee al que hubieran metido en la cárcel y no hiciera otra cosa más que, efectivamente, comer y levantar pesas. Ya saben. Un gordo al que las carnes no se le mueven como si estuvieran hechas de gelatina pero gordo al fin y al cabo.
El tipo este lleva camisas hechas a medida con sus iniciales grabadas en el pecho y con los cuellos blancos, trajes de buen corte que disimulan su barriga, zapatos de marca que cuestan más que toda la ropa que lleva la mayoría de la gente y, sin embargo, no resulta difícil imaginarlo en pantalón corto, con una gorra de béisbol al revés, jugando a baloncesto con sus «colegas» en el playground de la urbanización. Y tampoco resulta difícil oírlo decir a alguno de sus amigos: claro, colega, nos vemos en el playground de la urba en five minutes. Ya saben, alguien con un inglés muy bueno con acento americano que mezcla alegremente ambos idiomas cuando habla entre amigos, como diciendo a todo el mundo: no es esnobismo, es que no puedo evitar hacerlo porque, después de trabajar tanto tiempo fuera, me ha quedado la manía de decir algunas frases en inglés. Entendedlo, las aprendí así y no sé cómo se dicen en español.
Un tipo así está casado, vive en una urbanización, tiene una mujer convencionalmente guapa y un coche alemán de alta gama, esquía y juega al golf, pasa sus vacaciones (cortas porque se considera imprescindible en la empresa) en lugares exóticos y carísimos y es capaz de hablar de cine, o de música, o de ciudades europeas, con cierta solvencia. Supongo que se hacen una idea.

Yo odio a este tipo. Así que lo voy a matar. Tal vez él no sea consciente de merecerlo. Tal vez él se contemple a sí mismo como un triunfador que ha sabido aprovechar las oportunidades que le ha ofrecido la vida. Y no lo niego. Tal vez solo sea eso, alguien que ha trabajado muy duro por conseguir estar donde está, que ha pasado noches en vela preocupado por el siguiente proyecto, que ha conseguido que su empresa haga buenos negocios. Un padre amante y esposo más o menos ejemplar que acude al trabajo con la conciencia tranquila. Pero, tal y como decía un grupo español en una canción, solo los imbéciles tienen la conciencia tranquila. Y los imbéciles sin cortapisas morales son todavía peores. Va a palmar. Es lo que hay.

Veamos.

Creo que hacer que muera de un infarto en la Casa de Campo mientras un travesti le hace una felación sería interesante por lo que esa muerte arrojaría de oprobio sobre él y su familia pero, ¿qué importancia podrían tener hoy en día las inclinaciones sexuales de nadie? Nah. No me convence. Matarlo en un atraco podría funcionar, sobre todo si se empeñara en utilizar ante el atracador las nociones de artes marciales que adquirió cuando era joven y que esas nociones no sirvieran de nada ante una buena navaja. Una muerte ridícula siempre es más graciosa. Pero tampoco me gusta la idea. Sería dotarlo de un aura casi heroica que no me interesa.

Vale. Lo tengo.

El viernes de la gran nevada en Madrid, Javier, que así se llama el tipo, sale del trabajo especialmente tarde, sobre las nueve de la noche. En el complejo de edificios no queda nadie excepto el personal de seguridad. La mayoría de sus compañeros tienen esa tarde libre y suelen marcharse a mediodía. Sin embargo, un importante contrato con una compañía de los Emiratos Árabes lo ha tenido trabajando hasta tarde.
El suelo del garaje, donde guarda su BMW último modelo, se ha helado y al pisar sin cuidado con sus zapatos caros de suela de cuero, tiene tan mala suerte que resbala y se golpea la cabeza, quedando inconsciente. La mala suerte no acaba aquí. Su cuerpo cae detrás del coche de manera que ninguna de las cámaras de seguridad puede verlo. Su coche no llama la atención porque muchos trabajadores han dejado el suyo allí al prever los problemas que tendrían regresando por carretera. Los guardias no lo ven y él no consigue despertarse.

Descansa en paz, idiota.

Yo, después de haber escrito esto, ya lo hago.

martes, enero 05, 2010

Cautiverio

(venganza y homenaje)



El protagonista de este cuento es un escritor preso. Vivimos en un mundo en el que cualquiera puede acabar en una cárcel secreta, con medidas de seguridad mucho mayores que las de Guantánamo. Una cárcel que probablemente ni siquiera sería responsabilidad del Estado sino más bien de alguna Gran Corporación (¿alguien duda de que un futuro próximo serán las Grandes Corporaciones las únicas autorizadas a disponer de ejércitos?, ¿alguien duda de que las acciones de Blackwater no harán más que subir en los años por venir?). El escritor no sabe por qué está incomunicado en una celda de metal, con una música ridícula a todo volumen, no sabe qué ha podido hacer para hacerse merecedor de ese destino, aparte de imaginar historias y personajes, algo que nunca jamás (a pesar de los empeños de las dictaduras) ha tenido la menor trascendencia. Intenta recordar si en alguno de sus libros ha aparecido alguna historia, algún detalle que haya podido llevar a un directivo de la Corporación a hacer una llamada, cuyo destinatario ha hecho a su vez otra llamada, y otra, y otra, hasta que la última persona que ha respondido al teléfono se ha equipado, se ha montado en una furgoneta negra con las lunas tintadas y ha recogido a los tres miembros de su equipo para ir hasta su casa a por él. El escritor está pensando que algunos de sus personajes han pasado por trances parecidos, porque se trata de un escritor raro, que es consciente de que en sus novelas las cosas no ocurren de forma lineal sino que van saltando de un sitio a otro, de un tiempo a otro, de un personaje a otro. Un escritor que muchas veces utiliza trucos de magia y escribe cosas como... «ahora el tiempo hace un extraño y, sí, como en un capítulo de Twilight zone, el avión entra en un bucle espacio-temporal con la fortuna, o la desgracia, de aparecer justo en la trayectoria del avión suicida del que dejó de hablarse tras el 11-S, ese avión suicida del que nunca se supo nada más». Un escritor experimental, mutante, extraño, con fijaciones constantes que aparecen en todos sus libros. Alguien aficionado a las historias de ciencia ficción, anclado a su infancia como si se tratara de un pueblo (¿Canciones Tristes, tal vez?) del que nunca debía haber partido camino de la capital; un autor que escribe páginas de intensidad deslumbrante, que interpela al lector, que escribe en primera persona, que juega a que la literatura puede ser cualquier cosa que queramos que sea; un escritor, en definitiva, que hace que tengamos ganas de escribir y que, a la vez, nos quita esas mismas ganas de escribir porque sabemos, (y lo sabemos, sin duda) que nunca podremos escribir como él. El muy cabrón. Pero ahora (sí, lo siento, esto es una venganza) este escritor esta preso en una celda metálica y no tiene nada con lo que escribir, solo su imaginación, que está, eso sí, llena de mujeres que se dejan caer a las piscinas de la gente en las fiestas, de jugadores de polo argentinos, de mexicanos que se llaman Mantra, de obras menores de la ciencia ficción en las que algunos seres son capaces de percibir el tiempo tal y como es (el pasado, el presente y el futuro sucediendo a la vez, como si todos fueran el doctor Manhattan). Preso en una cárcel sin nombre y sin ubicación, una cárcel que podría encontrarse bajo tierra, en las ciudades subterráneas de Anatolia, o a gran altura, cerca de la sede de la secta de los asesinos, esos secuaces del Viejo de la Montaña. Y allí donde se encuentra, tiembla de miedo, tal vez esperando una ejecución sin fecha que podría llegar en cualquier momento. Ya digo que esto es una venganza.

Pero, reconozcámoslo, no soy capaz de vengarme de alguien así, ni en mi blog, ni utilizándolo como personaje, ni haciéndole pasar por mil penalidades. Porque para vengarse de alguien en su mismo juego, tal vez haya que tener al menos tanto talento como él, lo que no es el caso, así que mejor convertirlo en un homenaje y que esto sea lo que suceda... «el techo de la celda se vuelve ligeramente fosforescente y, poco a poco, se desvanece hasta que un rayo de luz verde, que recuerda a los antiguos rayos láser de las películas de ciencia ficción de los setenta, incide sobre el preso quien, con la cara deformada por la sorpresa, levita lentamente hasta la nave nodriza. Y el tiempo hace tzimtzum y ahora el escritor está en su casa, tomando un whisky con un colega y comentando que últimamente no se le ocurre nada, sobre todo después del esfuerzo de publicación de su última novela, pero que tampoco es tan grave, que las ventas van bien, que parece un milagro que en un país como este haya tanta gente dispuesta a gastar el dinero en leer sus locuras. Y entonces se ríe con una risa franca y verdadera».