miércoles, diciembre 29, 2010

Siroco

«Cuando sopla el siroco, la piel humana transpira y los pómulos relucen en las caras bañadas de sudor opaco, por las que un vello oscuro disemina una sombra sucia y mórbida en torno a los ojos, los labios y las orejas. Incluso las voces suenan pastosas e indolentes, y las palabras adquieren un sentido distinto al habitual, un significado misterioso, como si pertenecieran a una lengua prohibida. La gente camina en silencio, como oprimida por una secreta angustia, y los niños pasan largas horas sentados en el suelo, sin hablar, mordisqueando cortezas de pan o piezas de fruta cubiertas de moscas, o contemplando las paredes resquebrajadas donde aparecen esas inmóviles lagartijas que el moho cincela en el revoque viejo. En los antepechos de las ventanas arden claveles humeantes colocados en jarrones de arcilla, y una voz de mujer surte ora aquí ora allá, cantando; su canto vuela lento de ventana en ventana, y se posa en los antepechos como un pájaro exhausto.»

La piel. Curzio Malaparte.

Ahí es nada.

lunes, diciembre 27, 2010

Bárbaros

«Poco a poco me fui enterando de que, muy acertadamente, la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como guía. Y lo había escrito. Yo lo he visto, lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado idealista, a mi juicio. Diecisiete páginas de escritura apretada había llenado en sus momentos libres. Eso debió haber sido antes de que sus, digamos nervios, se vieran afectados, y lo llevaran a presidir ciertas danzas a media noche que terminaban con ritos inexpresables, los cuales, según pude deducir por lo que oí en varias ocasiones, eran ofrecidos en su honor. ¿Me entendéis? Como tributo al señor Kurtz. Pero aquel informe era una magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sin embargo, a la luz de una información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evolución a que hemos llegado "debemos por fuerza parecerles a ellos (los salvajes) seres sobrenaturales: nos acercamos a ellos revestidos con los poderes de una deidad", y otras cosas por el estilo... "Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien prácticamente ilimitado", etcétera. Ese era el tono; me llegó a cautivar. Su argumentación era magnífica, aunque difícil de recordar. Me dio la noción de una inmensidad exótica gobernada por una benevolencia augusta. Me hizo estremecer de entusiasmo. Las palabras se desencadenaban allí con el poder de la elocuencia... Eran palabras nobles y ardientes. No había ninguna alusión práctica que interrumpiera la mágica corriente de las frases, salvo que una especie de nota, al pie de la última página, escrita evidentemente mucho más tarde con mano temblorosa, pudiera ser considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno: "¡Exterminad a estos bárbaros!»

El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad.

jueves, diciembre 23, 2010

Inauguración

Y cuando quiso advertirlo, había una nueva librería en la ciudad. Y era suya.

Qué cosas.

lunes, diciembre 06, 2010

La independiente

Estimado Xavié,
Me vas a permitir, por una vez al menos, hacerme con tu blog y hablar de algo que me importa a mí. Sé que, en el fondo, también te importa a ti pero te conozco y te gusta hacerte el desengañado y el cínico fino y no quiero que lo fastidies. Disculpa la sinceridad pero nos conocemos desde hace tiempo.

Hola. Soy Javier.

El que está detrás, a este lado de la pantalla.

Abro una librería en el centro de Madrid. En la calle Espíritu Santo 27 y se llamará La independiente. Estará especializada en editoriales independientes, de esas que se dedican a esto de los libros por amor al oficio, aunque ahora estas dos palabras juntas suenen tan raras.

El caso es que tendré libros bonitos, y unas mesitas para poder elegirlos con tranquilidad tomando un café.

Os mantendré informados del día de la inauguración. Ya queda poco.

Gracias, te devuelvo tu blog.

Ya era hora. A quién se le ocurrirá hoy en día hacerse librero. Habrá que ser imbécil.

miércoles, noviembre 24, 2010

Moratones (work in progress)

La fábrica de rostros no es un negocio normal. Cumple con todas las normativas europeas relacionadas con su campo, que no son pocas. Instrumental esterilizado. Ambientes estancos. Limpieza obsesiva. Acero cromado, cristal traslúcido, vitrinas transparentes.
La cadena de montaje es muy diferente de la inventada por Ford. La ingeniería genética y la cirugía no son comparables con la fabricación de coches aunque ese sea el objetivo último de los ingenieros industriales que se han encargado de su diseño. Convertir un laboratorio médico en una factoría robotizada, parametrizada, eficiente y con una intervención humana mínima.
Los huesos se deterioran más lentamente que la piel y los músculos. Esa es la base de todo el negocio, la duración de los huesos, células petrificadas por la precipitación del calcio. Esa es la base. Regenerar y sustituir los músculos y la piel es ciencia al alcance de cualquiera hoy en día, el cultivo de piel sintética se ha extendido por todo el mundo occidental.
Al principio se utilizaba para reconstruir el rostro de los quemados. Más tarde se le encontró verdadera utilidad, más allá de las ruedas de prensa triunfales de los médicos encargados de los injertos, con aquellas fotografías de antes y después que parecían más propias de una feria que de un hospital. Más tarde se comenzó a utilizar para la cirugía plástica, alrededor de la que se han producido la mayoría de los avances médicos de las últimas décadas.

Nota: Averiguar si un cuerpo podría sobrevivir sin piel en la cara durante el tiempo de una operación. Si el láser podría esculpir los huesos para que a partir de un modelo 3D en el ordenador se pudiera reproducir en el rostro del paciente cualquier rostro deseado.

Desde un punto de vista lógico, la fábrica de rostros se asemeja a un árbol tumbado. Un tronco con ramas que se van dividiendo hasta llegar a las hojas. Cada hoja un quirófano. Cada división un punto del proceso de individualización de los rostros. Los clientes de los seguros médicos se operan en quirófanos mucho más cercanos al tronco. Las caras a las que pueden acceder son menos variadas. Bellos, como todos, pero estándares.
Un hombre observa su nueva cara, modelo MX-5w07s9, incluida en el catálogo de la Seguridad Social, al espejo. Aparenta unos treinta años. Tiene cincuenta.
Una mujer mira sus ojos verdes, en su cara convencionalmente hermosa. Sin imperfecciones. Los clientes de los seguros médicos siempre prefieren caras así, sin imperfecciones. Si se piensa en ello, resulta algo vulgar.
Los ricos que eligen a la carta son conscientes del valor de los pequeños errores de la cara, de la humanidad que aportan a un rostro bello. Un lunar, unos dientes ligeramente separados, unos ojos algo demasiado grandes siempre consiguen armonizar definitivamente un rostro. Como el ruido de fondo de las grabaciones que escuchan los aficionados a lo analógico. Una interferencia orgánica, por decirlo así.
Los cuerpos no funcionan de la misma manera que las caras. Es posible tratar un cuerpo con la misma técnica, pero normalmente es demasiado doloroso y solo algunos, sobre todo mujeres, adictos al dolor sordo tras las operaciones de cirugía están dispuestos a aguantarlo.

Interesante: Mujeres adictas a la cirugía estética, al dolor de la cirugía estética.

Imagen 1: Mujeres amoratadas, charlando animadamente. Hablando de calmantes.

jueves, octubre 28, 2010

Puntería

«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, mi madre me lo dijo y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.»

Y con una sola bala, el señor Rulfo pasó a la historia de los tiradores. O de la Literatura, que viene a ser lo mismo.

viernes, octubre 22, 2010

Escandinava

La búsqueda de la palabra escandinava en el historial de mi correo electrónico no ha ofrecido ningún resultado. No sé qué significa pero esa búsqueda infructuosa se me ha aparecido como una señal. Escandinava no está en la inmensa ristra de palabras almacenadas en algún lugar de la red, una ristra que me guarda los recuerdos, indelebles mientras la humanidad habite la tierra y haya empleados de mantenimiento que puedan ocuparse de mantener las centrales nucleares dentro de unos límites de peligrosidad admisibles.
La humanidad se irá algún día y esas palabras se desvanecerán (aunque siempre quedarán trazas impregnando los restos de alguna máquina cubierta de polvo que esperará paciente la llegada de otra civilización), pero ahora vibran y palpitan en las entrañas de un ordenador desconocido y remoto, alimentadas de electricidad, contentas de ser, de estar todavía en el mundo, tanto tiempo después de haber sido escritas, de haber significado algo.
Los bits eléctricos que guardan toda esa información desaparecerán del mundo alguna mañana pero ahora nos rodean y atraviesan, como tratando de ofrecernos alguna clase de consuelo.
Pero escandinava sigue sin estar.
Y no sé por qué.
Es tan bella esa palabra.

miércoles, octubre 13, 2010

Decoro

Se miró en el espejo y vio que el pelo comenzaba a ralearle, que su barriga colgaba más flácida de lo que recordaba, que los surcos de su cara se habían hecho más profundos. El envejecimiento es algo curioso, tan progresivo que parece no estar sucediendo. Y sin embargo, un buen día te observas con más atención en el espejo y cuando adviertes todas esas señales juntas, parece que el tiempo se comprimiera sobre sí mismo y que cinco años pasaran de golpe.
Y, sin embargo, madurar con conciencia de estar haciéndolo, saber que el deterioro y la vejez son insoslayables y que por eso conviene cultivar la mente, más capaz de aguantar a pie firme hasta el final, había formado parte de su forma de ser durante mucho tiempo. Él no era como esos que se rodeaban de gente menor porque siempre es mucho más fácil impresionar a los que aún no tienen una historia que contar. Basta con decir esta ha sido mi vida, estos han sido mis fracasos, este fue mi gran amor. No. Él siempre había sido consciente de que una vez alcanzado cierto límite, es ridículo pretender escribir una novela generacional. Que nada hay más inútil que la queja, pues solo los que te aman se preocupan de lo que te ocurre. Que la vocación también se oxida, pues el ser humano tiene una capacidad infinita para aburrirse de lo que hace día tras día. Que la posteridad ha dejado de existir. Que todos seremos carne de olvido.

Que vivir con dignidad, y no como un animalillo llorón, es enfrentar el futuro de frente y con los ojos abiertos.

viernes, octubre 08, 2010

Pasado

Hoy he comprendido que es posible sentir nostalgia de una ficción, echar de menos quienes fuimos no hace tanto. Como decía Imre Kertész en Liquidación, nunca debí haber sacado esos papeles. Nunca.

lunes, octubre 04, 2010

Inciso II

Me he visto contemplando la parte de mi vida por la que ya he transitado (un largo tubo, un túnel con cierta fosforencencia interior, iluminado aquí y allá por sucesos recordados, o bien recreados, que muchas veces no responden a ninguna lógica) y me he observado delante de un ordenador, estudiando con entusiasmo el funcionamiento de la máquina, desentrañando manuales, aprendiendo el funcionamiento del mundo y también me he visto en una biblioteca durante muchos días, consultando el facsímil de una carta del siglo XVII, estudiando los textos de más de un poeta casi olvidado y, por un momento (solo un momento, eso es cierto) he advertido cierta lógica, cierta coherencia. Me he visto también (ahora en plano picado) despertando acompañado la mayoría de los días, en varias ciudades diferentes, y he visto el peso y el paso del tiempo hiriendo poco a poco la cubierta de mi cuerpo. He sentido (es lo bueno de los recuerdos, no tienen por qué ser solo una película mal dirigida y con un guión inverosímil) la tranquila placidez de la vida en pareja en domingo (ahora casi olvidada, apenas una esquirla de algo que era consistente y fuerte y sólido como los cimientos de un palacete medieval) y también el sabor amargo de la resaca en la boca y la excitación de un cuerpo nuevo en el lecho. He movido el tubo hacia delante y hacia atrás (son mis recuerdos y puedo hacer con ellos lo que me dé la gana) y me ha gustado verme con la iluminación adecuada, a veces con una fotografía con grano, muy poética y a veces con los colores saturados, como una estampa pop, como un fotograma hiperrealista. Al hacerlo la banda sonora también iba cambiando y, como en las películas cuando los protagonistas oyen la radio en un coche, la música chirriaba durante un momento hasta que comenzaba a sonar nítida y precisa como todo lo digital. He reflexionado sobre qué papel ocupaba lo leído en mis recuerdos (el tubo adelante y atrás, adelante y atrás) y creo las palabras son la trama, el tejido (fabric en inglés, no sé por qué me gusta más esa palabra), el eje que permite el movimiento de ese tubo.
Muevo el tubo iluminado, como un caleidoscopio de juguete, pero no veo nada más allá del momento presente. Según la Wikipedia, ese sería mi horizonte de sucesos, una hipersuperficie frontera del espacio-tiempo, tal que los eventos a un lado de ella no pueden afectar a un observador situado al otro lado. Es una teoría científica, ya saben, una hipótesis contrastada en la realidad. En realidad, a todo el mundo le sucede lo mismo, todo el mundo se estrella contra ese horizonte. La diferencia es que la mayoría de la gente puede imaginarse lo que hay al traspasar esa línea y yo he aprendido a preferir la intriga.

viernes, octubre 01, 2010

Assilah VI

Hoy está siendo la fiesta de «laylat al-qader», el día 26 de Ramadán, que conmemora la primera revelación al profeta por parte del Arcángel Gabriel (la revelación está en la base de todas las religiones monoteístas, la verdad revelada por Dios que impidió durante mucho tiempo el pensamiento científico y la razón, las palabras que hicieron que la escolástica dominara el paisaje intelectual durante casi diez siglos), día santo según Anissa, la mujer de la recepción del riad. Hoy, en previsión de la gran fiesta que celebrará el fin del ayuno, o más bien como adelanto, las mujeres cocinan manjares (tallín y cuscús, lo que los turistas tomamos por comida diaria marroquí) y los niños se visten con un traje blanco, las niñas se decoran las manos con henna (lo que los turistas creemos que hacen siempre) y casi todo el mundo lleva el traje tradicional (largas chilabas de blanco inmaculado y el pequeño fez blanco para los hombres y chilaba y pañuelo para las mujeres, más coloridas), las familias se visitan y se muestran los niños unas a otras para admiración mutua.
Hoy ha sonado la sirena y el júbilo que siempre se apodera de la medina se ha visto aumentado. He visto una mesa llena de hombres en la calle que, después de comer con glotonería los alimentos que habían amontonado en ella, han empezado a cantar. Debían ser cánticos religiosos porque me ha parecido distinguir el «Allah Muagbar». La escena, con los hombres dando palmadas a distintos ritmos, me ha recordado las reuniones navideñas, con toda la familia cantando los mismos villancicos año tras año, cantos que no dejan de ser religiosos pero que son algo más. Me he sentido feliz de estar allí bebiendo zumo de naranja, sentado a suficiente distancia para que no pudieran sentirse observados.
Más tarde he paseado por la medina y he visto enjambres de niños guapos, todos vestidos de forma tradicional, mujeres caminando al lado de otras mujeres, cuidando de los críos, que corrían arriba y abajo por las calles, llenándolo todo de gritos. He comprado comida marroquí en su mercadillo (pagando por primera vez el precio que pagan ellos por la comida) y he vuelto al hotel a ducharme y cenar en la terraza. Dos viejos vestidos de blanco tomaban té y charlaban tranquilamente en la puerta de su negocio. Los niños alborotaban y, poco a poco, las mujeres se han mostrado, yendo de de una casa a otra. Es el día de las visitas, según me han dicho, hay que ponerse guapos para ir a ver a la familia. Imagino las mismas protestas adolescentes para ir a ver a los abuelos que en Madrid en Navidad. Asisto a la bronca de una madre a su hijo y deduzco que debe de tratarse de un chaval que se quiere ir demasiado pronto a la calle en un día tan importante.

lunes, septiembre 27, 2010

Assilah V

Hoy en la playa, en el chiringuito de Tarik, he conocido a Antonio, un tipo gallego que acaba de cerrar el bar de copas que tenía a medias con su hijo y que está por aquí reflexionando sobre su futuro. Está más cerca de la cincuentena que de la cuarentena pero aún está en buena forma. De vez en cuando miraba a su chica (antes camarera de su bar) y sonreía hacia dentro, para sí, como diciéndose: Antonio, macho, no puedes quejarte. Y la verdad es que no. No puedes quejarte Antonio, la chica es un bombón aunque la he visto hablar con el rastafari y el deseo se le veía en los ojos. Por un momento he pensado que tal vez estuvieran teniendo una aventura en secreto. Más tarde he pensado que, en el momento que nos ponemos a observar a la gente, parecemos todos porteras.
En cualquier caso, hemos tenido una conversación civilizada y me ha invitado a subirme con ellos a la playa en su 4x4. Me ha parecido todo un personaje (y aquí me abstendré de hacer jueguitos metaliterarios supuestamente ingeniosos). El hombre está cansado de la vida que ha llevado. No me extraña. Le he dicho que ya no tenemos edad para tener un bar de copas. Ha sonreído y ha asentido. Estaba pensando en comprarse una casa por aquí y alquilarla.
Me encantan estos tipos que se cuelan por las rendijas de lo establecido, gente que tuvo hijos con 18 o 20 años (su hijo tenía 26 años) que siguieron de juerga y que sobrevivieron (no así su matrimonio) y que conservan un aspecto joven porque han tratado siempre con jóvenes, como profesores universitarios perversos y mefistofélicos y que con casi 50 tienen una novia más joven que sus hijos. Son como pequeños Tom Jones, ajados pero peligrosos. Los libertinos actuales. Y afortunadamente, por ahora sin botox en la cara.
Cuando vuelvo al pueblo pienso que Assilah es la medina perfecta, la esencia de la medina andalusí, donde todo resulta familiar y a la vez diferente: los olores, los sabores, las paredes blancas dentro de una muralla, el empedrado de las calles, los arcos. La medina perfecta.

sábado, septiembre 25, 2010

Assilah IV

Me he levantado tarde. He ido a devolver la bicicleta y a comprar protector solar, una gorra y una bolsa de playa. Por el camino me he olvidado un libro y este cuaderno en la tienda del francés que me alquiló la bici (no eran 3 km. hasta la playa, desde aquí te lo digo, so mierdecilla, ya me hubiera gustado verte a ti sudando encima de la bici por aquella pista, que lo sepas). Me ha devuelto parte del dinero que le pagué por la bici sin rechistar y ni siquiera se ha inmutado cuando le he contado mi odisea. No me entiendo con él porque no tenemos ningún idioma común. Es bastante simpático, las cosas como son.
Percibo, desde una mesa en mi terraza preferida, un ambiente tenso en la ciudad. Creo que el ayuno los pone de mal humor, algo bastante comprensible. Es algo que se nota en el ambiente, como una pulsión de fondo. Mohammed (el chico joven que se queda en el riad por las noches) me confesaba ayer que el ayuno era duro (no sé si me lo contaba para que el extranjero admirara su determinación o como simple anécdota. A mí, la verdad, me parecen ridículos el ayuno y la fe: «No habrá nada más, fue bastante ya», Nacho Vegas dixit).
Uno de los lugareños habituales que se busca la vida con los turistas se sienta a mi lado y pretende darme conversación. Le digo que estoy escribiendo. Le da igual. Solo deja de sonreir y de hablarme cuando advierte que no le hago ningún caso y que sigo tomando notas en este cuaderno [Inserción desde el futuro: se me hace raro transcribir esa frase, ¿«este cuaderno»?, esto no es un cuaderno, es una pantalla, una metáfora del papel en blanco, esto es lo más alejado de un cuaderno que es posible imaginar. Escribir en un cuaderno es una tarea en la que hay que demorarse. Esto es otra cosa, algo inmediato].
Tengo un momento de irritación (está en el aire, lo noto). No quiero hablar con alguien que apenas sabe leer en su propio idioma. ¿Qué puedo tener en común con él? Nada. Nada en absoluto. Déjame en paz, hostia. El almuédano llama a la oración y por un momento el canto en árabe detiene el tiempo y la atmósfera pesada de fondo, la ira latente parece quedar expectante, como si todos estuviéramos esperando algo que la haga explotar, una pelea, una discusión, algo. Por un momento pienso que estoy harto de todos ellos. De todos.
Tengo dos ideas para un cuento:
Idea 1: Pides una subvención. El tipo es simpático y se hace amigo tuyo. Es un tipo conservador. Sin barba. Cordial. Gafas ovaladas. Frente despejada. Pelo rizado peinado hacia atrás pero sin gomina. Un día de copas te toca una pierna. Dices: «No, gracias» sin aspavientos. No tiene importancia. Él se extraña de tu actitud. Tú dices que te siente halagado pero que no te gustan los hombres. Que no tiene importancia. En realidad, él no ha dicho a nadie que es gay. Lo que me parece más interesante del cuento es que lo tienes en tu poder y que, además, la subvención que estás esperando depende de él en exclusiva. Es una situación interesante.
Idea 2: La librería mecánica. Una librería que en realidad es un laberinto que se reconfigura, en la que los muebles y estanterías giran y dibujan nuevos pasadizos, con líneas en el suelo, caminos literarios. Como un homenaje al cuento de Borges pero con la gracia añadida de que la gente podría morir por los movimientos de las estanterías, morir por la literatura, estar en medio del camino literio: «Realismo» y quedar aplastado cuando una estantería gira para mostrar el camino literario: «Realismo sucio» o «Surrealismo».
Ya estoy otra vez con la puta metaliteratura.

viernes, septiembre 24, 2010

Assilah III

La playa de Las Cuevas, a la que llego al día siguiente tras una odisea en bicicleta, es larga [inserción desde el futuro: y también intermitente, tal y como podría comprobar en los días posteriores, ahora está, ahora no, sometida a las idas y venidas del mar debido a las mareas atlánticas], una media luna perfecta de arena a los pies de un paisaje árido que me recuerda al Cabo de Gata.
Pasean por ella unos caballitos pequeños y sucios. Las turistas que los montan son demasiado grandes para ellos y la estampa me divierte. Pienso que estoy haciendo el viaje ideal para haber tenido quince años menos, la playa, Marruecos, el humo, la pereza. Recuerdo Caños de Meca un par de décadas atrás. El mar suena, incansable. El viento podría volverte loco. Probablemente ya lo está haciendo. La comida es buena, el pescado, fresco. Yo no soy musulmán y no tengo por qué respetar el Ramadán.
Me está encantando Homer y Langley de E. L. Doctorow. Tiene un talento descomunal. Hay que tenerlo para ser capaz de recrear la historia de dos hermanos excéntricos y adinerados de NY desde el punto de vista del hermano ciego. Y mantener el tono toda la novela. A mí me parece casi imposible. La mayoría de los libros que he traído en esta ocasión son norteamericanos. Las olas son el terminar del latido del mundo. Pienso en capilares sanguíneos de diámetro ínfimo batidos por el ritmo del corazón.
Sigo aquí (este aquí, este deíctico de lugar, por ponerme técnico, siempre me ha fascinado: es un lugar que ya no lo es con la relectura, por eso las notas de viaje te permiten recordar mejor que las fotografías, la palabra tiene algo extraño, encarna la realidad, se ve poseída por ella en un grado mayor que las imágenes).
El viento azota (¿azota?, ¿recorre?, ¿agita?) la playa. Pienso. Leo. Descanso. Espero un par de horas hasta que consigo un coche que me lleve de vuelta a mí y a la bicicleta. Regreso.
Ahora (otro deíctico, este de tiempo) estoy sentado esperando la cena. He pedido comida marroquí. Reflexiono sobre esta frase. Nunca he pretendido escribir guías de viaje, creo que este cuaderno es otra cosa, un cuaderno vuelapluma con cierta pretensión, digamos literaria. Intento contar mis días. Hace unos días escribí un microensayo en el que reflexionaba sobre la densidad que tienen los hechos apresados en papel, sobre la facultad de las palabras de dar cuenta de una vida más verdadera que la vida, tan llena de huecos, de espacios muertos de tiempo, colas, esperas, aburrimiento y hastío.
Más tarde vuelvo al bar con música. La torre portuguesa es como la de Belem pero de piedra y pintada de blanca. En Marruecos nadie comparte conversación con mujeres. Las mujeres sentadas a las mesas de los hombres solteros siempre son turistas. Llego a la conclusión de que no podría vivir aquí. Qué extraño que toda tu vida social sea con hombres. No. No podría vivir aquí. He visto a una mujer sola, turista, leyendo tranquila y sonriendo a todo aquel que pretendía trabar conversación pero dando a entender que deseaba seguir sola. He pensado que no era fácil. Si me la encuentro mañana se lo diré. Me gusta el sonido de fondo de la medina, la ciudad late de noche.

lunes, septiembre 20, 2010

Inciso I

Todos esos gritos, que resuenan en el vacío inmenso de una sala sin un solo oyente, sobre la falta de calidad de la democracia, ese invento occidental, la poca importancia de la formación, la insignificancia del estudio ante la fama, sobre el camino que hemos emprendido en España de emulación de Italia, ese futuro manifiesto de la democracia postmoderna, caen, mucho me temo, en saco roto. Estamos cansados de agoreros, aunque sean sabios y acierten en todo pues también Casandra lo hacía mediante sus visiones del futuro y la ciudad la condenó al ostracismo y miraban a través de ella como si ya hubiera muerto. Estamos hastiados de la protesta y de la queja, y sí, lo decimos sin vergüenza, queremos ver el documental sobre la vida de la princesa del pueblo, queremos llorar con las historias de amor de los viejos, tan originales, queremos ver a los niños haciendo cucamonas al ritmo de la música, esforzándose por ser los mejores monos del circo, queremos ir a ver cómo se baña Michelle Obama, queremos ser ricos para poder desperdiciar el dinero en pizza y velinas —cómo no, cómo imaginar una vida más feliz que la del hombre viejo rodeado de bellezas que podían ser sus hijas, manufacturadas todas por el mismo médico sin arrugas que también está en la fiesta y que también, si no tiene cuidado, aparecerá en una fotografía desnudo y con una erección—, queremos vivir sin tener que pensar en el mañana, ni en la muerte ni en lo que dejamos a nuestro paso, queremos entrar a una reunión y que un montón de tipos importantes y con trajes caros se levanten al unísono para recibirnos, queremos sentarnos al lado de la gente que importa, de los que manejan el mundo, aunque para ello debamos hacernos amantes de ancianas multimillonarias que pagan campañas de Sarkozy, queremos que nos regalen los trajes y dar el soplo a un amigo de la infancia de que tal parcela se va a recalificar y que es el mejor momento posible para comprar terrenos allí, queremos que Calatrava haga un puente en nuestro pueblo.
Qué quieren que les diga, si su país no les gusta, emigren. Y digan más tarde que se han exiliado, que no han podido con tanta estupidez.
Pero no se engañen, a nadie le importará.

miércoles, septiembre 15, 2010

Assilah II

Los amigos (porque aquí el término amigo es bastante flexible y cualquiera que se haya dirigido a ti con una evidente intención comercial te llama amigo) con los que paso la noche son variopintos. Tarik (llamado como el árabe que entró a la Península Ibérica en el siglo VIII) es rastafari y sus rastas anudadas a la cabeza le llegan a mitad de la espalda. Tiene la barba rala y a pesar de dejársela crecer no tiene mucho vello en la cara (los marroquíes son barbilampiños [¡qué gran palabra, barbilampiño!]), es prácticamente negro y sus andares son elásticos, como si sus zapatillas llevaran muelles en su interior (siempre de buenas marcas occidentales, no esas zapatillas chinas de plástico que venden en los puestos de la medina, especialmente feas y con un aspecto muy barato, como si los chinos fabricaran con distintos niveles de calidad las falsificaciones que distribuyen por el mundo y destinaran las más desastradas a los países africanos).
Otro de los colegas se llama Said, un marroquí viajero de vacaciones en Assilah tras cuatro años sin venir de los Estados Unidos. Trabaja allí y su inglés es muy bueno. Está muy moreno, tras meses de ir a diario a la playa, pero se le ve claro de piel. Tiene la cara curtida de quien trabaja mucho y en malas condiciones. Me recuerda a un amigo muy cercano, que también tiene esa clase de arrugas en torno a los ojos pese a no tener edad para tenerlas. No tiene una cara demasiado confiable, es nervioso y se mueve demasiado, como si una urgencia oculta lo impulsara a fijar la atención aquí y allá sin detener su mirada más de dos segundos en nada. Fumamos mucho. Hablamos poco. Tras un par de horas contándonos nuestras vidas (con esa falsa intimidad que se produce con la gente que conoces en vacaciones, gente que, tras volver de allí, es probable que no vuelvas a encontrarte nunca), me levanto y me voy al riad. Reflexiono (trascendente, claro, como no podía ser de otra forma después de una noche fumando) sobre el papel que los turistas desempeñan en estos sitios, los portadores de dinero, el combustible que pone a funcionar la maquinaria. Llego a la conclusión de que en sitios así lo más importante no es que no te estafen sino no sentirse estafado. Es decir, aceptar que se trata de un juego en el que es poco probable que pagues el mismo precio que pagan ellos por los servicios. Y aceptarlo con ganas. Una vez que consigues hacerlo todo fluye de forma natural. En ese juego todos se llevan lo suyo. Es justo. Y además son simpáticos y te dan conversación.
Suenan mis pasos amortiguados cuando vuelvo al riad, paso debajo de un arco blanco adosado a una torre de planta portuguesa que destaca sobre las demás torres (las antiguas torres de defensa de la medina) por su altura, una torre blanca que deja ver aquí y allí la piedra que la conforma. Dejo a mi izquierda la entrada a la torre, una gran puerta de madera con vistas a una pequeña plaza en la que juegan los niños, enfilo una calle estrecha, casi cubierta por el género de cuatro tiendas pequeñas, con artículos para turistas (con esas horribles zapatillas chinas de plástico que parecen colgar por doquier) y llego al riad. Le digo a la persona encargarda (Annissa, una marroquí simpática y de gran dentadura) que necesito luz en la terraza para leer, que me voy a subir allí a leer un rato y tomar unas notas. Escribo.

martes, septiembre 14, 2010

Assilah I

Como en todos los viajes, el aeropuerto de Barajas me acompaña el tiempo suficiente como para hacerme sentir ese estado de ánimo ligero y juguetón que siempre ayuda a dejar la ciudad sin pena, con un interés curioso. Ayer, después de un par de copas, yo defendía la existencia de una república pannacional de aeropuertos, deslocalizada y arborescente, como una red de embajadas sin país, ya que un aeropuerto se parece, más que nada, a otro aeropuerto. Hoy constato esa impresión, esa idea que tuve gracias al alcohol se corrobora: la misma cocacola cero, en las mismas mesas de formica, sacada el mismo autoservicio, las mismas tiendas Godiva para aquellos que no han tenido tiempo de buscar un detalle para la mujer y deben cumplir con el rito de llevar un recuerdo, las mismas pantallas con las salidas y las llegadas, los suelos pulidos y tan lisos que apetece llevar una maleta con ruedas, las mismas parejas que se separan con lágrimas en los ojos. Algunos amigos, en aquella conversación, me decían que los aeropuertos eran muy distintos entre sí. Yo no lo niego, es necesaria esa variedad (cultural y paisajística) en cualquier república pero vuelvo a insistir en mi idea: a lo que más se parece un aeropuerto es a otro aeropuerto.
Salgo con una hora de retraso pero no me importa. Leo una novela de Pynchon, Contraluz, y, a pesar de llevar 100 páginas, todavía no sé como encajarla, aunque eso sí, es innegable que el hombre tiene un talento deslumbrante para las imágenes.
[Digresión: Pynchon es el único escritor que aparece habitualmente como un personaje de los Simpson, un hombre con una bolsa de papel en la cabeza con una gran interrogación ya que no se tienen imágenes de él (y creo que hoy en día esa es la mejor prueba de la conversión del escritor en un mito pop). Todos los años hay estudiantes que deciden darle caza, obtener una imagen del escritor. Esta actividad, la búsqueda de Pynchon, se ha convertido en una especie de pasatiempo para universitarios, como el Bloomsday para los aficionados al Ulises de Joyce. Parece ser que seguir el rastro de escritores, muertos o vivos, otorga al pasatiempo un aura cultural innegable. Fin de digresión.]
[Inserción desde el futuro: Me encanta el estado de la libreta en la que estas notas de viaje están escritas. En alguno de los viajes a la playa se ha mojado y, tras secarse, el pequeño cuaderno rojo ha quedado manchado y quebradizo en algunos sitios. Parece el cuaderno de notas de un reportero de guerra. Yo siempre quise ser reportero de guerra. Son el tipo de hombres que no tienen problemas para llevarse a una chica a la cama. Se les ve. Ahí en la pantalla tan rudos y valientes.]
Llego al aeropuerto de Tánger y espero una larga cola para sellar el pasaporte. Está bastante vacío, supongo que los marroquíes que vienen en verano esde Francia y España han vuelto ya y que los que vienen en avión, lo hacen sobre todo en agosto. El aeropuerto de Tánger es blanco y de altas columnas decoradas con azulejos. Tal vez sea cierto que existen muchas diferencias entre ellos. Tal vez. Al salir tomo un taxi. No es demasiado caro. Assilah está a 20 km. del aeropuerto y cuesta unos 20 euros. Si viajara acompañado sería más barato pero viajar solo no es barato, ya lo sé de otras ocasiones. Assilah es una medina de casas blancas azotada por el viento en la orilla del mar. Me recuerda a Tarifa. Me pregunto si sus habitantes estarán locos también. Abdul, negro de tanta intemperie, con rastas y dientes también negros me acompaña al riad y me ofrece costo y kifi por el camino. Hay que hacerse al juego. Soy un turista. Soy dinero. No pasa nada. Hace tiempo que no pretendo ser un «viajero», tal y como afirman todos esos gilipollas de la Internacional Papanatas, que diría Quim Monzó.
Doy una vuelta a las 15.00 y, además del calor, es Ramadán y el ritmo de los días es lento, la ciudad recuerda a un lagarto al sol a esas horas. Cuando me he dado cuenta de que los que estábamos en la calle éramos todos turistas vuelvo al hotel a echar la siesta. El riad está decorado con gusto y tiene una televisión que solo sintoniza dos cadenas locales españolas. Escucho música y pienso en las letras de las canciones. Pienso en mi proyecto, en mi librería. Duermo.
Recuerdo haber estado disfrutando de la siesta, refrescado por el aire acondicionado y lo recuerdo ahora [Digresión: este ahora realmente es un entonces], cuando tomo estas notas en la terraza del riad, de madrugada, completamente fumado, después de una noche tomando té y otras cosas con unos amigos marroquíes.

martes, septiembre 07, 2010

Aquí y ahora

Aquí y ahora son traicioneras, son palabras que se encarnan en el momento de leerlas en un lugar y un espacio que siempre son los del lector.
Mi aquí es distinto del suyo, ténganlo por seguro. Estoy en Assilah, en Marruecos.
Mi ahora también es diferente. No acabo de entender exactamente en qué pero el tiempo no funciona de la misma manera por aquí. Caben más cosas dentro. Sobre todo pereza.

Ya diré algo por aquí, supongo.

sábado, agosto 28, 2010

Atardecer

(A David Milch, creador de Deadwood)
(A David, que aún no sabe cuánto necesita verla)

Esta tarde mientras estaba tumbado en el sofá imaginé a alguien que recibía un disparo en el pecho y pensé que el hombre sentiría el impacto de la bala mucho antes de oír el sonido, pues la bala va más rápido que el sonido y la transmisión nerviosa es prácticamente instantánea, y en cómo sería recibir esa presión en el pecho y no entender nada y justo un instante después oír el disparo y comprender en ese minúsculo intervalo de tiempo que estás muerto. Y más tarde pensé que no era suficiente esa imagen para construir un relato que desde su inicio quiere existir como un cuento del oeste. Porque en los cuentos del oeste siempre suceden muchas cosas, siempre hay un hombre a caballo que hace algo o dice algo o informa a los demás de algo que ha sucedido y que pone en movimiento a los hombres del pueblo que corren a por sus armas y gritan que van a desollar a esos salvajes, si se trata de indios, o que van a desollar a esos cabrones, si se trata de hombres blancos y claro, en este cuento lo que sucede es que el hombre asiste horrorizado a su propia muerte en el pequeño intervalo de tiempo que pasa entre el impacto y el sonido.
Lo importante no sería, por tanto, el relato de los hechos, la narración de lo sucedido sino el punto de vista, el hombre con el tiempo escurriéndose muy lentamente, observando el brillo del agua en el abrevadero, las risas del bar y el estruendo de la música, el polvo en suspensión, el escarabajo escabulléndose a sus pies. No sucedería nada, solo esa impresión de estupefacción que poco a poco se transforma en la certidumbre de estar a punto de dejar de ser, en la convicción de que no habrá milagro posible. Este hombre que ahora comprende lo sucedido, este ser que se observa el pequeño agujero que ha hecho la bala al entrar en el pecho y que, justo después, sabe que se trata de un disparo, está a punto de dejar de comprenderlo todo, se sabe muerto aunque aún no lo está.
Este momento no parece suficiente para ser un cuento del oeste pero el relato no se deja domar e insiste y yo ya no tengo ganas de oponerme a lo que el cuento quiere ser. Así que me dejo llevar por la ambientación y por el infecto olor que surge de la zona de la curtiduría del pueblo minero, por la suciedad de los trajes de todos los habitantes, por los colores de las ropas de las furcias, por esa mirada de desprecio que el recién llegado del Este, siempre un lugar más civilizado que estos poblados que extienden la nación norteamericana hacia el Oeste, muestra hacia todos los que habitan aquel lugar miserable y dejado de la mano de Dios, y sigo viendo al hombre que continúa apagándose lentamente, que ahora ya no es más que un moribundo que se sabe moribundo y advierto que la tierra se ha movido de forma imperceptible y que la sombra del edificio en el que está la casa de postas se ha desplazado un milímetro y veo tres caras que han abierto mucho los ojos después de oír el disparo y contemplo de nuevo al hombre, al moribundo, al muerto en vida, lo veo desplomándose muy lentamente con la mano agarrándose el pecho, con la mano como si fuera un garfio, alrededor de un agujero de bala por el que, siguiendo una trayectoria recta y limpia, un proyectil del calibre 38 ha entrado destrozándolo todo a su paso y reventando parte del pulmón, la aorta y medio corazón y llevándose con él la vida miserable del hombre está cayendo al suelo en este mismo instante.

jueves, agosto 26, 2010

Escena

Después de abrir la puerta contempló los huecos de los muebles y los miró mucho tiempo, los rectángulos de bordes oscuros que el humo del tabaco había ido creando en torno a los cuadros, evidentes ahora que habían desaparecido, las pelusas que se movían lentas, como medusas en busca de una presa, el hueco más claro de la tarima en la zona del sofá. El plano general del hombre, con mirada apesadumbrada mientras suena una banda sonora melancólica y profunda, cambia entonces a un primer plano de su cara. La mirada muestra tristeza y a la vez resolución al mirar a su casa medio vacía. El hombre no llora aunque parezca a punto de hacerlo, se controla, no quiere, a pesar de que no haya nadie para verlo, dejarse llevar por la tristeza, quizá piense que eso no sería viril. Tal vez un ligero suspiro, como si se le escapara y más tarde un estirarse, un poner la espalda recta, como diciéndose ahora, con resolución. Y todo moviéndose con la lentitud propia de los ambientes densos, más densos que el aire, como si hubieran aparecido branquias en su cuello y toda su vida se desarrollara ahora bajo el agua. Su vida lenta y pesarosa, pesada y densa, cargada a la espalda. Un hombre de mediana edad mirando los huecos de los cuadros que ya no están en su casa, mirando las pelusas lentas y etéreas, observando el rayo de luz que entra desde la calle, las motas de polvo, el dibujo geométrico del parqué, la pintura blanca algo sucia por el paso del tiempo, el color ocre de los radiadores, los tres cojines tirados en el suelo de cualquier manera.

lunes, agosto 23, 2010

Viejos

Me fijo en sus manos, que parecen sarmientos, como si las venas azules estuvieran dispuestas sobre la piel y no debajo de ella, con todas las manchas que el tiempo ha ido depositando sobre ellas. Las mueve con habilidad, un poco retorcidas tal vez, afectadas ligeramente por la artritis, pero aún ágiles, pelando pimientos asados, patatas, tomates, envasando verduras asadas en botes con tapa de rosca para conservas, recogiendo la ropa del tendedero. Su ritmo es lento pero de una manera especial, como si fuera el mundo el que se condensara alrededor de ella, esperando.
Veo también a un hombre que regresa de un paseo con un bastón en las manos. Tiene el pelo muy blanco y un bigotito y va vestido con un pantalón ligero de verano y una camisa clara. El sombrero de paja le protege del sol de agosto. Parece tranquilo y feliz de poder dar un paseo por los alrededores del pueblo, de visitar sus castaños o su huerto o sus marranos. Tal vez solo le guste pasear y subir a algún monte y mirar desde allí las vistas, el pueblo de casas blancas en la falda de la montaña y el verde de las encinas. Se le ve ufano.
Pienso entonces que la vejez en un pueblo es mucho más digna que en la ciudad, que en un pueblo el tiempo más que apremiarlos, más que empujarlos fuera del carril central se arremolina en torno a ellos sin apenas rozarlos. Los viejos en los pueblos parecen tranquilos esperando. Los envidio, la verdad.

martes, agosto 17, 2010

Desplazamientos

El hombre maduro reflexiona últimamente sobre ciencia, sobre novela, sobre corpúsculos de dimensión uno que se agitan incansables en torno a un núcleo, sobre hombres afectados de cáncer que deciden cambiar algo en su vida, aunque lo hagan tarde, sobre mujeres elegantes que caminan sobre tacones y se ven enfrentadas a dilemas morales, sobre el tiempo que pasa y que nos amortaja poco a poco con un sudario invisible, que marca nuestras arrugas y blanquea nuestro pelo, sobre la agitación del mundo (el mundo de las supercuerdas).
El mundo se está conviertiendo para él poco a poco en un lugar aún más incomprensible. Le consta. El estudio es inútil y solo le muestra lo insondable de su tarea, la infinita profundidad de la sima en la que flota, buceando a 35 metros, mientras observa la pared cubierta de corales desvanecerse allá abajo, más alla de los cien metros de visibilidad con los que se cuenta en el mar Caribe. Un esfuerzo inútil y, precisamente, por eso, el único que merece la pena hacer.
El hombre maduro recuerda el poema de Cavafis (Ítaca y el camino y la vida) que se ha convertido en un lugar común, en un poema citado por los artículos de psicología de los suplementos dominicales, sé agua, amigo mío, tal y como decía Bruce Lee. Y también recuerda un personaje de una novela de Eduardo Lago que escribía versos en un papel de fumar que utilizaba inmediatamente para liar un cigarrillo y que, tras fumárselo, decía: la gracia está en escribirlos. Y a Pessoa en una habitación lisboeta soñando que viaja, soñando que algún día se atreverá a dejar su rutina de café y licor y marchará como Gauguin a los mares del Sur. A tantos y tantos otros. Y hace esto. Dejar por escrito impresiones, palabras, juegos brillantes como pescado recién sacado del mar, como mares al atardecer, como las gruesas y bruñidas tarimas de roble de los pisos burgueses, como fotones, como gravitones (esa entelequia) fluyendo de un cuerpo a otro a través de las líneas de campo. Como medusas a punto de morir, a punto de perder el agua que necesitan para seguir existiendo, como fuegos artificiales. Cosas sin sustancia, juegos florales.
Y entonces advierte que otra vez, a pesar de aborrecerlo, ha escrito un texto metaliterario. Y entonces dice mierda, otra vez.

lunes, agosto 16, 2010

Ciencia

Antes pensaba que los matemáticos creaban las herramientas que los físicos utilizaban para reflexionar sobre la naturaleza. Hasta mediados del siglo XIX era así. Las matemáticas ofrecían la posibilidad al hombre de conseguir verdades absolutas, verdades que más tarde explicaban comportamientos de sistemas naturales. Newton explicó las órbitas de los planetas, la forma de la tierra, etc., a la vez que creó el cálculo infinitesimal (con permiso de Leibniz).
Sin embargo, la aparición de geometrías no euclidianas a mediados del siglo XIX vino a corroborar que las matemáticas son mucho más extensas que la naturaleza, que es posible concebir sistemas formales consistentes que no tienen expresión en el mundo real, sino solo en la abstracción del cerebro de los matemáticos. Más tarde, Gödel demostró que cualquier sistema formal que el hombre pudiera crear contiene proposiciones indemostrables en su seno, formuladas, por supuesto, de acuerdo a las reglas preestablecidas. De esa manera, la pretensión de los matemáticos de contar con el mejor instrumento para explicar el mundo se vino abajo, estalló en pedazos como una copa sometida a un sonido de frecuencia demasiado alta. Las matemáticas habían dejado de ser suficientes para explicar la naturaleza. Es decir, las matemáticas son infinitas y, a su vez, siempre serán insuficientes para explicar el mundo.

En cuanto a la física, John D. Barrow dice lo siguiente en su Libro de la Nada: «Quien está fuera del mundo de la ciencia podría verse tentado a pensar que la progresión de nuestro conocimiento sobre el funcionamiento de la Naturaleza consiste en reemplazar teorías falsas por teorías nuevas de las que pensamos que son correctas durante un tiempo pero que finalmente se mostrarán también falsas. De este modo, la única cosa segura sobre la teoría actualmente favorita es que se demostrará que es tan falsa como sus predecesoras.
Esta caricatura yerra el aspecto clave. Cuando en la ciencia tiene lugar un cambio importante, en el que una nueva teoría sube al escenario, la teoría entrante tiene la propiedad de acercarse cada vez más a la vieja teoría en cierta situación límite. De hecho, revela que la antigua teoría era una aproximación (normalmente muy buena) a la nueva, y sigue siendo válida en un abanico concreto de condiciones. Así, la teoría de la relatividad especial de Einstein se convierte en la teoría del movimiento de Newton cuando las velocidades son mucho menores que la de la luz, y la teoría de la relatividad de Einstein se convierte en la teoría de la gravedad de Newton cuando los campos gravitatorios son débiles y los cuerpos se mueven a velocidades menores que la de la luz. En años recientes hemos empezado incluso a imaginar qué aspecto podría tener la teoría sucesora de la de Einstein. Parece que la teoría de la relatividad general de Einstein es un caso límite a baja energía de una teoría más profunda y más amplia, que ha sido bautizada como teoría M.»
Es decir, las teorías que explican la naturaleza se acumulan unas sobre otras, como muñecas rusas, como capas de cebolla. A su vez, estas teorías están basadas en estructuras formales puras, esto es, matemáticas, de existencia independiente.

De estas dos premisas se concluye que cada pregunta que el hombre se responde plantea una nueva batería de preguntas sin respuesta, como un árbol que no dejara de crecer.

Desde los sistemas de cuenta de los hombres neolíticos (mejor saber cuántos corderos hay al principio y al final del día en el rebaño) hasta los espacios tensoriales, desde el animismo hasta la teoría de cuerdas van cinco milenios de pensamiento humano, de ingenio, de inteligencia. Para acabar concluyendo que la tarea siempre estará inacabada. Y no por ello los pensadores cejan en su empeño.

Eso es lo que nos hacen inequívocamente humanos. Porque los monos también sienten empatía por otros monos. Y los elefantes mueven tristes las moles de sus cuerpos cuando van camino del cementerio.

lunes, agosto 02, 2010

Años

La novia del Corto se pasaba el día pensando en un hombre que nunca supo si le convenía, cantaba Javier Ruibal en directo, hace tantos años que parece mentira que sean tantos años, en una sala granadina en la que habían cometido un error con su nombre (Javier Ruival) y en la que os hicieron esperar durante más de una hora al cantante, hasta que el dueño comprobó que no íbais a consumir más copas a aquel precio exorbitante. Y también cantaba Enrique Morente con Lagartija Nick un tema muy extraño en un disco flamenco con guitarras de distorsión mientras veinte o treinta personas bebían cerveza sentados en los escalones de la Cuesta de San Gregorio, en el Albaicín (o Albayzin, o Albaycín) y el cigarrillo de maría pasaba de mano en mano y el futuro aún estaba intacto, perfecto y recién horneado. Y los yonquis siempre tenían mucha prisa y preguntaban la hora y nunca esperaban lo suficiente para enterarse de qué hora era y hoy tampoco hicísteis cena porque siempre fue mucho mejor bajarse al Gondo y dejar que las tapas que os ponían Javi y su mujer os dieran de comer y tu hermano se quitó la ropa en ese bar el día que hicísteis la fiesta de despedida, el día que todo el mundo supo que os íbais a vivir a la capital en pos de un futuro mejor, de un trabajo mejor, de dinero, del chalet y la parejita y la piscina. Y el campus de Fuente Nueva, y Siniestro Total en las fiestas del Zaidín haciéndoos saltar a todos, que siempre os supísteis sus canciones de memoria y en el momento en el que alguien los ponía en el casette todos comenzábais a cantar a voz en grito. Y Gun en un garito que se llamaba Segunda Edición y al que siempre le cambiábais el nombre y os empeñábais en llamar Siglo XXI y todas aquellas noches y más noches y más noches estudiando Teoría de la Información y la Codificación y Álgebra e Inteligencia Artificial y Computabilidad (con aquel profesor de manos largas y voz pausada que tanto te gustaba y del que ahora no recuerdas ni el nombre) y trabajo, más trabajo, más trabajo y más trabajo.

Quién te iba a decir a ti.

martes, julio 27, 2010

Conversación

En un bar entablé conversación con una desconocida (que palabra esta, entablar, como si una conversación pudiera fijarse con clavos a un tablero hecho de listones, un tablero como los que los ciegos que cantaban romances llevaban con ellos, donde colocar dibujos y palabras y las ayudas de la época para que la gente poco instruida pudiera seguir la historia y mientras más pienso en ella, más rara se vuelve la palabra, como si el hecho de repetirla muchas veces, —entablar, entablar, entablar—, la despojara de significado y la convirtiera en algo mucho más parecido, no sé, a un signo puro, al mero significante en acción ahí flotando, renegando de sus responsabilidades, solo signo y sonido, signo puro desligado para siempre del concepto).
El caso es que en esa conversación empezamos a hablar de escritores (escritores, esta palabra sí que es densa, sí que está anclada a su significado, se ha utilizado tanto y en tantos contextos diferentes que es imposible desligarla de lo que representa, es imposible pensar en esa palabra como en un signo puro porque la hemos visto demasiadas veces henchida de significado, porque incluso vemos la imagen de algunos escritores cuando la pronunciamos, también henchidos de significado, porque pensamos en la tarea dura y solitaria del escritor, no sé, todo ese trabajo con el significado, qué gran carga, qué ímproba tarea, porque esa palabra está tan llena que resulta imposible vaciarla, ni repitiéndola ni con ningún otro truco).
En esa conversación yo dije que los mejores escritores del siglo XX español eran todos unos señoritos burgueses que se podían haber dedicado a escribir gracias a que no tenían que trabajar (algo que, por otra parte, es una constante en la historia de la literatura, el famoso canon del hombre blanco burgués de mediana edad es bastante cierto porque el hombre negro proletario y joven bastante tenía con llevar dinero a casa y en comer a diario y no hablemos ya de la mujer indígena y cargada de hijos, lo que, por otra parte, tampoco convierte a cualquier hombre negro proletario y joven o mujer indígena y cargada de hijos que escribieran en unos genios, la verdad, pero eso es otro tema y me estoy desviando y, sea cual sea el camino que se suponía que debía llevar este texto, está claro que hace tiempo que se ha perdido, pero en fin, a veces es mejor dejar que el texto que se rebela siga su camino y mirar sorprendido hacia atrás cuando ponemos el punto final).
El caso es que la desconocida se enfadó muchísimo (como si hubiera sido una ofensa personal, como si fuera la nieta de García Lorca o algo así, algo que, por otra parte, en una ciudad como esta no sería tan extraño, en una ciudad como esta podrías conocer a la sobrina de Javier Marías y acabar en la casa de su abuelo, el filósofo Julián Marías, sentado en su sillón rojo leyendo, por ejemplo, una primera edición de la poesía de Unamuno, y además, un encuentro con la nieta de Lorca, si ocurriera en algún sitio, podría darse perfectamente en un bar como aquel, en el que dos mujeres grandes, gordas, tatuadas, vestidas de negro y lesbianas, además de madre e hija, ponían copas en vasos de plástico, sirviendo el refresco de botellas de dos litros, un bar lumpen de barrio frecuentado por una fauna tan variada como inquietante) y me dijo que no tenía ni puta idea de nada.
Yo (a pesar de estar bastante de acuerdo con ella en que no tengo ni puta idea de nada, pero empeñado en que, al menos, no lo pensara por razones equivocadas) intenté hacerle ver que el hecho de que yo considerara a García Lorca un burguesito de provincias, (y además, según lo que cuenta Pepín Bello en una entrevista que recuerdo y que, desgraciadamente no he podido encontrar, se trataba de un burguesito muy amanerado, al igual que Cernuda, una costumbre que les hacía bastante pesados a los ojos de Pepín, ese mito capaz de pasar a la historia por haberse corrido las juergas con las personas adecuadas, el hombre que nos gustaría ser a todos aquellos aspirantes que pululamos por los bares intentando colocar una conversación interesante a ver si nos llevamos a la cama a alguien), el hecho de que yo considerara a García Lorca, iba diciendo, un burguesito de provincias no tenía nada que ver con la calidad de su poesía.
Eso sí, a mí en particular sus coplillas del romancero gitano me dejan bastante frío, le dije (harto como estoy siendo andaluz de la expresión de los madrileños cuando oyen mi acento, que parece que estén todos esperando el chiste, la copla o la gracieta, como si haber nacido en un sitio y no en otro te colgara un sambenito del que no puedes desembarazarte, harto como estoy de los andaluces que hacen gala de serlo y a la mínima se convierten en caricaturas de sí mismos y en cualquier cena se arrancan por bulerías, como si no hubiera un panteón lleno de poetas andaluces, como si Juan Ramón, a mis ojos el mejor poeta del siglo XX español, no fuera también andaluz, hay que joderse).
Y fue mencionar el romancero gitano y la chica se fue protestando y bufando sin dejarme que le explicara nada (ya ves, a mí, como se atreve, que me muero por explicar cosas incluso a quien no quiere oirlas, a mí, con la buena conversación que tengo y lo divertido que puedo ser, con la cantidad de cosas interesantísimas que le hubiera contado, hasta chistes le hubiera contado si me hubiera dado la oportunidad, hasta le hubiera cantado una bulería si hubiera sido necesario, lo que fuera, lo que fuera con tal de que me hubiera hecho algo de caso y no se hubiera puesto a hablar con un amigo con el que iba y con el que, diez minutos más tarde, estaba dándose el lote mientras me miraba de reojo).

Y claro, me quedé allí. Cariacontecido.
Y tuve que pedir otra copa a la camarera lesbiana.
A la hija, por si acaso tenían curiosidad.

lunes, julio 26, 2010

Feos

El bar, perteneciente a una cadena de restaurantes en la que sirven un desayuno inglés bastante decente y que el hombre maduro suele frecuentar los fines de semana para poder leer con tranquilidad el periódico y no tener que preocuparse por el almuerzo, solo tenía ocupadas cuatro o cinco mesas con la clientela habitual, una pareja de homosexuales mayores, disfrutando como niños de la trasgresión de tomar tortitas con nata para desayunar, olvidada por una vez la dieta baja en grasas y de alto contenido en proteínas que seguían para sacarle el máximo partido al tiempo de gimnasio, cada uno con su periódico y sus gafas, con semblante de concentración, comentando una a una las noticias de la sección de internacional; dos parejas sudamericanas que habían hecho un alto en la ardua tarea de recorrer todas las tiendas de la calle y rellenar de artículos varias bolsas de papel con logotipos muy conocidos, exactamente iguales a otras bolsas de papel con logotipos muy conocidos que podían encontrar en sus propias ciudades, a seis mil kilómetros de distancia, tomando cocacola en lugar de café y huevos revueltos con abundante ketchup; un grupo de cuatro amigas, mujeres anodinas, ni guapas ni feas, ni modernas ni antiguas, ni rubias ni morenas, que probablemente se considerarían peores de lo que realmente eran y que haría mucho tiempo que no pasaban la noche con un hombre sin saber que, en realidad, a todas ellas les bastaría con un mínimo cambio, con unos collares nuevos, unos zapatos, un escote más atrevido, otro corte de pelo, algo más de desenvoltura en las miradas para que el resto de mujeres anodinas de su círculo de amigas las envidiara con el odio soterrado e intenso del que solo son capaces las mujeres cuando juzgan a una amiga; y una pareja de jóvenes con pantalones de algodón y sandalias, ella con una ancha cinta en el pelo y él con barba y rastas, leyendo el periódico y conversando con tranquilidad, jóvenes internacionales sin patria, que podrían encontrarse igualmente en Lisboa, en Roma, en Londres, en París, esa clase de jóvenes a los que se ve a gusto en cualquier gran ciudad europea, que hablan idiomas y son aficionados al arte, que han decidido ver mundo en lugar de acumular dinero para comprar el piso amplio de los suburbios que sus madres hubieran preferido en lugar del cuchitril de cincuenta metros, en un quinto piso sin ascensor, donde viven ahora, esa clase de jóvenes que pueden verse en el Chiado o en el Trastévere o el barrio turco de Berlin y que siempre parecen tener conversaciones muy interesantes.
Y al final del bar ellos dos, esperando pacientemente, a pesar de que el bar se encontraba casi vacío, a que un camarero los acomodara, tal y como recomendaba el cartel que se hiciera, respetando las normas, feos y mal vestidos, ella con una blusa de punto blanca con escote de pico que ya era antigua en la época en la que su madre había visto a sus amigas atreverse a con la minifalda, con zapatos blancos, de esos con una abertura en forma de uve, a través de la que se podía ver la uña del dedo gordo del pie y un trozo muy pequeño de dedo índice, con una falda de tejido sintético estampada con motivos imposibles de recordar, con gafas anticuadas, dientes descuadrados y demasiado grandes y una cola de caballo; él gordito y calvo, con demasiado vello corporal, con unas bermudas de color caqui y unos zapatos de cuero claro, de los que suelen comprar los hombres de mediana edad en verano esperando que no transpiren demasiado y, sin embargo sabiendo que la primera vez que se los quiten en público deberán pedir disculpas por el olor, con una camisa polo de color verde demasiado llamativo y calcetines de hilo. Ambos se miraban mientras esperaban pacientemente que un camarero reparara en ellos, aunque, de vez en cuando, ponían cara de circunstancias, como diciéndose, a ver, habrá que esperar si eso pone el cartel, habrá que esperar a que nos atiendan, como personas habituadas a pasar desapercibidas que no se toman como algo personal el esperar detrás de una barra y que el camarero no les dirija ni una sola mirada, tan poco acostumbradas a llamar la atención que se morirían de la vergüenza en el caso poco probable de que asistieran a una función de teatro alternativo y cualquiera de los actores les hablara para hacerles participar en la obra, allí esperando sin prisa, sonriendo. Él la miraba con arrobo, esa es la palabra, arrobo, y ella respondía con una sonrisa en los ojos tan franca y tan verdadera que el rictus de vergüenza que intentaba componer con el resto de la cara se veía impostado, como una especie de reflejo que hubiera aprendido de pequeña y que, ahora, siendo ya una mujer que iba a desayunar con el hombre con el que acababa de pasar la noche, fuera un gesto totalmente fuera de lugar.
El hombre maduro se vio invadido por la ternura de forma inesperada y, por un segundo, envidió a los feos con absoluta sinceridad. Más tarde dobló su periódico, se levantó, pagó su cuenta y se marchó.

viernes, julio 23, 2010

Cádiz

Yo, como cualquier madre, quiero mucho a mi hijo. Esta última semana lo operaron y me vine a su casa a pasar unos días con él. Así no se tenía que preocupar de nada. Y para hacerle mimos, claro, que para eso una madre siempre es una madre. Hemos pasado unos días estupendos. Largas conversaciones sobre él o sobre mí, o sobre la familia, porque a mi hijo le gusta mucho hablar y, además, habla de sentimientos y de cosas que importan, no como otra gente que habla y habla pero no dice más que tonterías. Anteayer fuimos a un museo y me lo pasé estupendamente. Es un placer escucharlo explicar este movimiento pictórico, este cuadro, la técnica del sfumato o la simbología de un tríptico gótico. No sé si lo he dicho pero mi hijo tiene dos carreras. Sé que a él no le gusta que lo comente pero yo siempre que me dan ocasión lo saco a relucir. No se trata de orgullo de madre, aunque algo sí que hay de eso. Es más bien que, conociéndolo, no me va a dar el gusto de hacerse rico para que pueda presumir de su puesto de trabajo o de su dinero. El otro día, en una cafetería a la que me había llevado desde la que había una vista impresionante de la ciudad, le dije que cuando vi su cara por primera vez pensé que estaba destinado a ser alguien importante. El me contestó que eso es lo que piensan todas las madres cuando ven a su primer hijo por primera vez. También me dijo que él se consideraba alguien importante y que vivía como quería y que, en cualquier caso, había dejado de tener claro por el camino qué significaba una vida de éxito. Me hizo pensar, la verdad, aunque eso no quita que a mí, de todas maneras, me hubiera gustado que fuera alguien importante, alguien con un buen puesto en el trabajo, con un coche grande y un chalet con piscina. Cuando se me escapan esas cosas, él siempre me dice que qué manía con el chalet, que a él no le gusta vivir en un chalet, que las urbanizaciones con todas las casas iguales le inquietan, que tras la apariencia de tranquilidad y normalidad, se esconden los peores vicios. Yo asiento y le digo que sí, que lleva razón. A ver qué voy a hacer. Está convencido de que el dinero no es importante y no se da cuenta de que la vejez se planta aquí en un momento y que hay que pensar en el futuro, que hay que guardar para cuando no se tenga, que hay que ser precavido y sacrificarse si es necesario. Pero es tocarle el tema del sacrificio y me mira con la sonrisa esa de medio lado que tiene, como si se estuviera apiadando de mí y me dice que él no está dispuesto a sacrificarse a cambio de nada, que eso es producto de la moral católica en la que nos hemos criado. Y no digo yo que no. Si yo sé que ahora ellos viven mucho mejor y sin tantas historias en la cabeza como teníamos nosotros pero ¿y el orgullo de haber sacado adelante una familia con el dinero justo?, ¿el ser capaces de privarnos de algunas cosas para que ellos no echaran nada en falta? Tal vez suene anticuado pero yo me siento muy orgullosa de haberlos criado a todos. De haber criado a tres buenas personas que además se quieren entre ellos. Algo que no es nada fácil. En absoluto. A pesar de eso, las mujeres que han trabajado en la calle siempre nos miran por encima del hombro a las que nos hemos quedado en casa. Aunque no quieran que se les note, me doy cuenta de que no creen que lo que hayamos hecho sea trabajar, no nos consideran sus iguales. Y, vamos, esto lo he hablado yo con mi hijo más de una vez, ¿acaso no hubiera habido que contratar a alguien que se quedara en casa si yo hubiera tenido que salir a trabajar a la calle?
Yo sé que eso a él no le importa. Me lo ha dicho más de una vez. Mamá, la vida de cada uno es la vida de cada uno. Y también sé que se toma en serio mis hobbies y que puedo hablar con él de pintura y de las cosas que estoy haciendo. Eso sí, siempre está con la cantinela de que tengo que relajarme, que tengo que tomarme la vida con más tranquilidad, que no debería darle tanta importancia al orden, que estoy jubilada y que debería disfrutar más de la vida en lugar de ahogarme en un vaso de agua. Eso es lo que me dice. Y la verdad es que le doy la razón pero cada uno es como es y pretender cambiarme a mí a estas alturas sí que lo veo una empresa complicada. Lo intento, eh, que conste que lo intento. Mi hijo me dice a veces, y eso me molesta, para qué voy a engañarte, que afortunadamente no ha heredado eso de mí, que él se preocupa si tiene que preocuparse pero que buscar las preocupaciones para poder darle vueltas a la cabeza, que eso no va con él. Y algo de razón digo yo que llevará pero, vamos, que tampoco él es que sea perfecto, que a veces se gasta una mala leche que no hay quien lo aguante. En fin.

Próxima parada: C…

No, si esta es mi parada, sí. Debería bajarme, llevas razón. Pero, no sé, ¿adónde dices que va este tren?

Pues no, no parece un mal plan remojarse los pies en Cádiz.

lunes, julio 19, 2010

Hoy en día

Hoy en día nadie se hace hombre antes de cumplir los treinta y todo el que vive lo hace proyectado hacia el futuro, hoy en día siempre se es algo que se será más tarde, no algo que ya se es. Siempre se puede cambiar, nos dicen, nos quieren hacer creer que se puede ser alguien diferente, que lo que somos es como un traje que puede pasar de moda y que basta levantarse y desprenderse de él para ser otros. Basta con ir a un centro comercial atestado cualquier fin de semana y comprar unas cuantas cosas para iniciar un nuevo camino, el camino del nuevo yo, basta con unas lecturas, una sesión de terapia, tal vez iniciar un coleccionable en septiembre, un coleccionable ridículo como «El maravilloso mundo de los relojes» o «Grandes batallas de todos los tiempos» para empezar otra vez. Pero, queridos escritores de libros de autoayuda que enseñáis a cambiar nuestras zonas erróneas, querido psicólogo que asistes a las víctimas (las víctimas con sus caras de estupefacción ante el desastre), queridos vendedores de humo, queridos expertos en marketing de lo efímero que vendéis emociones en lugar de productos recubriendo la avaricia con colorines, mierda sobre mierda, me temo que no es tan fácil. No. Ya somos.
Es lo que hay. Mejor tenerlo claro.

viernes, julio 16, 2010

Viajero

(a Neil Gaiman, el hacedor de mundos)

Hoy he soñado que viajaba en el tiempo, que despertaba justo el 10 de marzo de 2004 y que, absolutamente seguro de provenir de 2010, advertía que se trataba de la noche inmediatamente anterior al atentado islamista de Madrid. Paseaba por mi ciudad y encontraba a gente que he tratado en los últimos tiempos y hablaba con ellos. Pero en aquel tiempo diferente, aquel tiempo anterior en el que algunos edificios y algunos solares no coincidían exactamente con los que recordaba, el mundo aparecía cambiado.
Recuerdo, eso sí, el discurso interior en el sueño, recuerdo pensar que era muy curioso haber viajado en el tiempo, recuerdo decirme que yo sabía parte de lo que iba a pasar en España después de las explosiones del día siguiente, las manifestaciones, las elecciones, las protestas. También me acordaba de lo que iba a ser de mi vida en esos años, como a cámara rápida, la nueva vida, las nuevas parejas, los cambios. Pero no le daba ninguna importancia, con esa sensación de perfecta anormalidad que presentan algunos sueños. En ellos se vuela sin esfuerzo o se combate en una batalla o se tiene la certeza de haber asesinado a alguien. Y de ellos solo es posible recordar la felicidad del vuelo, el miedo de la batalla, la culpabilidad del asesinato. No tienen planteamiento, ni nudo ni desenlace. Solo flotar ingrávido mientras la ciudad se parece cada vez más a una construcción de lego allá abajo, o estar aterido de frío con las explosiones retumbando a nuestro alrededor, o avergonzado y aterrorizado por saber de forma irrefutable que quien hizo aquello a la chica fuiste tú.
En mi sueño yo me sentía un visitante del futuro, yo sabía que había vuelto a una etapa de mi vida muy anterior aunque no sentía la necesidad de salir corriendo a intentar evitar la masacre del día siguiente ni tampoco de ir a casa y pedir perdón y decir lo siento de verdad y, aunque tú no lo sabes, si seguimos por este camino no vamos a conseguirlo, que lo sepas. No. No sentía más que una vaga curiosidad por los cambios que el paso del tiempo había introducido, por la falta de precisión de mis recuerdos, poco más. A cada rato me iba diciendo: esto no es exactamente como lo recordaba, a cada mirada notaba una esquina cambiada, una tonalidad diferente, un negocio que no debía estar ahí, un solar donde antes se encontraba un edificio. Caminaba por una esquina del casco histórico de mi ciudad, una curva amplia con aceras de empredado a los lados de la calle, como un meandro, mientras hablaba con una amiga o en aquel tiempo tal vez fuera más exacto decir que hablaba con la hermana de una amiga y ella me iba contando cosas que le habían sucedido en Barcelona, en una ciudad en la que habitaba unos años antes y me iba hablando de su vida y de su niño pequeño y yo pensaba: pero si he hablado contigo esta mañana, seis años después. Y miraba hacia atrás, hacia el ayuntamiento de mi ciudad y sentía de nuevo aquella sensación de extrañeza, como si las imágenes fueran producto de la superposición de dos ojos estrábicos. Pero no sentía nerviosismo, solo curiosidad.
Cuando he despertado me he preguntado si significaba algo, si era posible extraer alguna conclusión útil del sueño, si mi subconsciente me estaba tratando de enviar un mensaje. He pensado que no. Más tarde he recordado la sensación de absoluta normalidad con la que me sabía un extraño en el tiempo del sueño, el discurso interior de mi cabeza, las sensaciones experimentadas. Y lo que más ha llamado mi atención ha sido el hecho de que ni una sola vez se haya filtrado, como ocurre en otras ocasiones, esa intuición fugaz que me dice, por encima de las imágenes, estás soñando, puedes estar tranquilo porque estás soñando. Al contrario, he despertado y me ha costado varias horas desprenderme de la impresión de que el sueño es, al menos, tan real como la vigilia.

lunes, julio 05, 2010

Descanso

El tiempo no transcurre de forma lineal pero en un texto esa verdad es más cierta que en cualquier otro lugar (¿lugar?), en un texto el tiempo se alarga, en un texto las palabras, una detrás de otra, ejercen la secuencialidad de forma absoluta y a la vez, lo que las palabras quieren decir cambian el tiempo, lo violentan, lo sacuden y, de repente, puede aparecer un árbol en contrapicado, un olmo alto, verde y espeso mecido por la brisa, puede aparecer la sombra de ese olmo, desparramada sobre un hombre tendido que lo contempla y oye como susurra y ahora, dentro de ese hombre, ese momento se hincha, se comprime, se convierte en algo diferente, algo minúsculo e inmenso a la vez, algo leve y denso y en ese instante una conversación de dos mujeres jóvenes que son casi adolescentes pide participar sin haber sido invitada, pide su lugar en la cabeza de ese hombre (estamos dentro de la cabeza de ese hombre) que piensa que el tiempo es irrecuperable y a la vez amorfo y elástico, como las cuentas de un collar en un hilo, el hilo y las cuentas, los momentos como este engarzados en una línea que apenas se deja advertir, y las mujeres jóvenes ríen y se hacen fotos con el móvil y los olmos siguen susurrando y una dulce quemazón marca el resultado del ejercicio en el cuerpo de un hombre maduro (en el cuerpo de ese hombre) y el cielo azul de esta ciudad escupe su color con arrogancia y un avión pasa dejando un rastro de vapor en el cielo, saetas disparadas en la eterna guerra de los ángeles contra Dios, ese Dios inexistente pero presente en nuestra visión del mundo, ese concepto que permite que cualquiera pueda recordarse desde fuera, como directores de la película de su propia vida, recordarse (¿imaginarse?) desde arriba tendido en la hierba, descansando mientras mira el balanceo de los árboles y la risa de las mujeres jóvenes se superpone a la música que suena en la cabeza, y los olmos siguen susurrando y el instante sigue aumentando de tamaño, sigue hinchándose, acaparándolo todo, llenando la realidad de algo para lo que no existe un nombre, ni en este ni en ningún idioma, ningún nombre que pueda describir este detenimiento, esta lentitud, esta absoluta falta de tiempo en el tiempo.

jueves, julio 01, 2010

La simetría del azar

Hace cinco años que este blog existe. Dibujemos seis marcas separadas en un papel. La primera está etiquetada como 30 de junio de 2005, la última como 30 de junio de 2010. Los intervalos que van de una marca a otra son los años. Hay cinco intervalos y todos cubren la misma extensión del papel. Dos centímetros, por ejemplo.

Entretengámonos un rato. De fuera hacia adentro. De la máxima extensión de tiempo a la mínima:

Han pasado cinco años, es decir, diez centímetros, entre esto: Perdigones
Y esto: Imbécil

Han pasado solo tres, seis centímetros, entre esto: Chino
Y esto: Veinte

Uno tan solo, dos centímetros de nada, entre esto: Contra la literatura
Y esto: Hambre

Si dentro de esos dos centímetros, dentro de ese año medianero de 2008, buscamos el texto que deje exactamente un centímetro a cada lado, la mitad de ese año a cada lado, encontraremos las palabras que constituyen el centro de gravedad exacto de este blog, un punto sobre el que todo quedaría en equilibrio, con una cantidad igual de tiempo a cada lado, el texto por el que si las palabras comenzaran a deshacerse misteriosamente, podría convertirse en el agujero negro que absorbiera todos los demás, el texto que sería la célula mutada que se convierte en cancerosa y que se extiende por el resto del organismo, el texto que sería el lugar por el que empieza a arder el papel si todas estas palabras estuvieran impresas en un gigantesco rollo de papel continuo. El texto semilla, el texto esencia, el texto arquetipo.

Estas son las palabras:
Ceja

Que por una extraña simetría, coinciden exactamente con las primeras que llevé al Bremen, el taller literario que tan importante ha sido en este tiempo.

Debe de existir una ley que lo gobierne todo tan simple, tan simple que somos incapaces de verla.

Gracias por todo.

martes, junio 29, 2010

Imbécil

El que ha escrito la entrada anterior es un absoluto gilipollas. Un idiota que lo que mejor sabe hacer es pavonearse. Mirad qué sensibilidad, mirad cuánto sé, mirad aquí. Aquí. ¿No me véis? ¿No se me ve? Yo no. Ni puta falta que me hace. El de antes pretende emocionar, transmitir no sé qué mierda de ideas. Yo no. Yo no lo necesito. Yo, en realidad, ni siquiera sé por qué estoy justificándome aquí. Yo, como él, ni siquiera existo.

Hay un tío en mi oficina. Fantaseo con la posibilidad de cortarle el pescuezo, la verdad. Sé que solo son fantasías morbosas que probablemente no se hagan jamás realidad, pero a mí me gusta tenerlas. Me gustaría observar el terror en sus ojos, ver la pequeña sacudida de su pecho en el último estertor, prestar atención a cómo su camisa de algodón egipcio se va llenando poco a poco de sangre. Capilarización creo que se llama el proceso. Es adecuado. También se llaman capilares los pequeños vasos sanguíneos que primero se romperían por la acción del cuchillo. Es una fantasía. Como yo. Me gustaría ver la pregunta en su cara, ¿por qué yo?, ¿por qué a mí? Por hijo de puta, por eso, por imbécil. Porque sí.

Una amiga del gilipollas de antes le dijo hace un tiempo que dejara de leer a Chuck Palahniuk pero lo que no sabe es que el que lo lee soy yo. Gente enganchada y cabreada, confusa, que no tiene demasiado claro a dónde va el mundo, que ni siquiera sabe si el mundo ha tenido alguna vez alguna dirección. Urbanitas aburridos de sus miserables vidas vacías. Esa es mi gente. Hombres demasiado musculados que se masturban con porno barato tras la última raya. Alegres desgraciados de cabeza a la muerte con la sonrisa puesta. Todo diversión. Todo. Otra ronda. Otro día. Otro cuerpo frío en la cama. Otro padre con cáncer.

El otro prefiere a García Márquez y eso. Mujeres que ascienden a los cielos, que huelen a humo, viejos con una mirada que atesora toda la sabiduría natural del buen salvaje que fueron no hace tanto tiempo, la tierra telúrica borboteando detrás. Esas cosas. Las nubes acumulándose a toda velocidad justo antes de la tormenta que se desató cuando la virgen rubia de la casa fue violada por el malvado latifundista. El rumor de las hojas aquel día volviendo en sueños una y otra vez durante toda una vida. Mujeres que se vistieron de negro un día y nunca abandonaron ese color. El sudor caribeño inundándolo todo.

Mi hombre musculado ha entrado en acción. Está afilando un cuchillo. Corta bastante. Va a comprobar si la mujer de negro sigue teniendo tan buenas tetas como parece. O si es el color, que adelgaza y favorece mucho. No puede creerse que el único polvo que ha echado fuera hace tanto tiempo. Y a disgusto. Mi hombre es así.

Yo también. El gilipollas de antes no.

Todos estamos tan muertos que ni siquiera hemos podido llegar a nacer.

lunes, junio 28, 2010

Kabuki

Piensen que en Japón hay una afición desmedida por el flamenco, que hay academias de cante y baile en las principales ciudades. En ellas, cantaores y bailaores de medio pelo dan clases y se ganan muy bien la vida explicando qué es una soleá, a qué se le llama compás, cómo se afina una guitarra, cuáles son los principales palos del cante, qué un cante festero, por qué es importante que el cantaor esté sentado.
Horas y horas de estudio del español, para llegar a entender lo que están cantando, y también de la cultura gitana, de la historia del cante, aprendiendo anécdotas sobre flamencos, viajando a España, probando el vino fino, visitando los tablaos.

Ahora imaginen una afición similar en España por el kabuki, el teatro tradicional japonés. Imaginen varias escuelas en Madrid, Barcelona y Sevilla en las que maestros japoneses intentan hacer comprender a los aficionados el significado del más mínimo gesto de las cejas, la expresividad encerrada en un movimiento de caderas. Piensen en hombres y mujeres estudiando toda la vida para aprender a maquillar, a vestir a los actores, a que el sonido de la música tradicional suene en el tono justo.
Horas y horas de estudio del japonés, de la tradición literaria, de la sutileza de una cultura milenaria para comprender, aún de forma superficial, algo de ese teatro.

Me pregunto si en el kabuki tienen algo parecido a ver encarnarse el flamenco de forma inexplicable en una señora gitana de sesenta años que, con las zapatillas de estar por casa, se sube la falda por encima de las rodillas mientras zapatea.

Y, aunque parezca extraño, aunque yo no tenga ni la más remota idea del significado de ese teatro, aunque para mí solo sean actores exagerando mucho el gesto con la cara maquillada de blanco, me respondo que sí, que estoy seguro de sí que lo tienen.

Y entonces pienso en las cosas que tenemos en común. Y me consuela. Algo.

martes, junio 15, 2010

Tundra

Piensen en la tundra. Yo siempre la he imaginado como una extensión de hierba helada, no sé por qué. Como los jardines de las casas del norte en invierno. Una capa de hielo blanquecino cubriendo el verde. Supongo que no es así, sé que no hay árboles en la tundra, ni árboles ni ardillas ni serpientes, pero la tundra está llena de musgos y líquenes, de turberas y de zonas pantanosas, todas ellas cubiertas por el rocío helado. Imaginen la tundra, cubierta de cristales de hielo, refulgentes al sol de la mañana. Imaginen a un reno inmenso caminando tranquilo.

Entre tanto, miren mi salón. Con los libros alineados por altura en la estantería, como una biblioteca renacentista con los libros en folio, los serios, a un lado y a otro los de octavo, los ligeros. Vean el desorden de películas y libros sobre la mesa, oigan al hombre negro cantar acompañado de una armónica algo sobre la soledad y sobre los burdeles. Miren por la ventana y observen a la pareja joven de pie, moviéndose rítmicamente, acunando a su niña pequeña. Si siguen por el pasillo, llegarán a mi cuarto de baño, no tengan miedo. Yo les dejo entrar. No están fisgando. La estantería del cuarto de baño tiene una puerta de cristal a través de la que se ven los botes de cápsulas alineadas. Hay un poco de todo: calmantes, relajantes musculares, antibióticos, paracetamol para el cuerpo y ansiolíticos y antidepresivos para el ánimo. Farmacopea. Los botes también están alineados por altura, como los libros.

Piensen en el desierto. Con la extensión roja de tierra cambiando del granate al bermellón a medida que el sol, inclemente, la ilumina. Las pitas y los cactus enhiestos sobre la tierra. Las serpientes moviéndose rápidas de un escondite a otro. Las dunas de arena avanzando lentamente, como dotadas de voluntad débil pero constante. Piensen en un escarabajo negro que surge de repente de un agujero en la arena y que corre rápido un par de metros, casi sin tocar el suelo, dejando pequeñas señales, como si peinara la tierra, unos cuantos granos cada vez, rápido, veloz.

Y ahora hagan como yo, tómense otra pastilla. Una más. Y otra. Y otra más.

No hagan ruido al marcharse ni avisen a nadie, por favor. Déjenme seguir soñando con la tundra. Con el desierto.

domingo, junio 13, 2010

Duermevela

Lo malo de pasar de los treinta años es que tienes la edad de los que salen en televisión y son ellos los que salen en televisión y tú no. Tú sigues intentándolo y confiesas a los amigos que eres escritor o director o actor, justo antes de apurar la última copa o justo antes de meterte la penúltima raya o justo antes de cerrar el último garito abierto todos los martes. Te levantas después con resaca y te quejas del injusto destino que te mantiene atado a un trabajo que, aunque te permite pagar las facturas, cercena de raíz tu visión poética del mundo y es por ese cochino trabajo que tienes que salir a buscar estímulos, que tienes que beber unas copas todos los días y conversar con gente a la que, por mucho que lo intente, le pasa como a ti, que no sabe como entrar al centro del éxito desde su periferia, que no sabe como pasar de ser el chico que conoce a alguien con talento y famoso a ser ese que tiene talento y es famoso. El que sale en televisión.
Lo malo de pasar de los treinta años es que te sabes de memoria los nombres de los escritores, los músicos, los artistas que triunfaron antes de los veinticinco y se te aparecen en sueños, en largas listas que siempre son la misma y que retumban en tu cabeza con insistencia hasta que te duermes. Y en esos momentos de duermevela el mundo se te aparece con una plenitud de la que carece en la vigilia, y está esperando tu última obra, tu novela, o tu corto o tu cuadro, porque el mundo no sabe lo que se está perdiendo y entonces puedes contemplarte a ti mismo firmando ejemplares en la Feria del libro, sonriente, afeitado y guapo, preguntando a la gente que cómo se llaman y escribiendo dedicatorias ingeniosas. En la duermevela aparece el mundo tal y como debería ser y no como es. El mundo en el que no sales en televisión.
Lo malo no es pasar de los treinta años. Lo malo es pasar de los treinta años sin dejar de quejarte de lo injusto que es el mundo, sin haber entendido que al mundo le importas un carajo.

miércoles, junio 09, 2010

Cómic

Juan solo tiene un diente en la encía superior, un diente como una bandera de marfil y cuando abre la boca se la ve muy vacía. Juan es calvo, delgado y siempre lleva vaqueros baratos, una sudadera y una mochila, de esas que sirven para llevar un portátil, a la espalda. Dudo de que sepa utilizar un ordenador, de que le haya interesado alguna vez usar un ordenador. La mochila le resulta útil para llevar los cómics. Será por la forma rectangular. Así puede transportarlos de un sitio a otro sin que se estropeen en las esquinas.
Juan entra en el bar y dice: tengo cosas nuevas, cosas que os van a interesar y muestra varios cómics de los años ochenta que ha encontrado y que, dependiendo de su rareza y de su estado de conservación, etiqueta con un precio u otro. Ninguno vale menos de veinte euros pero es un buen precio. Son cómics de época. Ayer, por ejemplo, me fijé en uno, editado por El Víbora, a finales de los ochenta, una recopilación de viñetas satíricas pornográficas de los años treinta que valía treinta y cinco euros. Ya digo que no me parece un mal precio. Cuando me intereso por él, el hombre nos cuenta que en la época, en Estados Unidos, los buhoneros vendían de pueblo en pueblo todo tipo de cacharros, que sacaban de una caja y que, al lado, tenían otra de la que iban sacando los dibujos. Seguramente será mentira pero la historia es buena y eso es lo que importa. Pierdo un momento el hilo de la conversación mientras imagino al viajante con su carromato, o con su furgoneta de los años treinta, mostrando con disimulo los tebeos a los interesados, preocupado por la llegada del inevitable grupo de señoras escandalizadas, de esas que siempre asisten al sermón del reverendo. Faulkner. Amanece que no es poco. El villorrio. Cuando vuelvo, Juan me está mirando con toda la cara sonriendo, comprimida entre los ojos y la boca, como si se encongiera en una franja muy estrecha. La boca sigue llena de huecos. El diente sigue ahí. Pienso en que Antonio, el caricaturista que también va de bar en bar ofreciendo su trabajo, haría un dibujo fantástico con él. Parece un personaje de sus tebeos.
Juan dice con su voz cazallera:
—Cómprame este de los Freak Brothers, que tú eres muy friki.
—No, dame ese que no lo tengo —contesta un amigo.
—Sí, sí lo tienes. Que lo sé yo y llevo la cuenta de los cómics que te vendo.
—Seguro que lo tiene por ahí en su casa sin abrir, como hace siempre. Eso si no se lo ha dejado en un bar —apostilla otro.
—Que no, que no lo tengo, coño. Si lo sabré yo.
—Que sí lo tienes, que te lo he vendido ya. Joder, hazme caso, que yo me acuerdo de todos los que te vendo.
—Bueno, si tú lo dices... ¿Quieres una cañita?
—Venga, una cañita rápida que tengo que seguir trabajando.
Echo un vistazo a los cómics. Me traen recuerdos. Recopilaciones de CIMOC, de El Víbora, de aquella época en la que había al menos veinte revistas diferentes que publicaban historias gráficas cada quince días. Ay, la de veces que me habré encerrado en el baño con uno de aquellos, pienso. Fast Rewind hasta la habitación de un amigo, mirando tebeos de superhéroes, de misterio. El perfume del invisible. Milo Manara. Ahhh.
Juan se acaba la caña de un par de tragos y cuando le preguntan si va a seguir el mundial de fútbol dice que no, que estará por ahí vendiendo cómics y restaurando en su casa. Le pregunto qué restaura pero no me hace mucho caso porque ya está cogiendo entre los brazos los diez kilos de tebeos que lleva como muestra y que siempre deja en la barra de los bares a los que entra buscando a sus clientes. Creo que Juan podría hacer una lista de los bares que frecuentan sin esfuerzo. Y otra con los cómics que cada uno le ha comprado. Debe de tener una memoria prodigiosa este hombre. Una memoria prodigiosa y un solo diente.
—Nos vemos, chavales.
—Venga, que te vaya bien, Juan. Que vendas mucho.

jueves, junio 03, 2010

Cruces

Mamen conoce a un chico, actor en paro, que, a su vez, conoce a una escritora famosa, de nombre Lucía, que ha vendido bastante escribiendo sobre la naturaleza femenina, los problemas femeninos, y demás cuestiones relacionadas con el bello sexo, epíteto que en su caso, tal vez alguna vez fuera cierto pero que ahora es más que inexacto. El actor en paro no tiene nunca un euro pero sí la tendencia de meterse de rondón en casa de los demás, particularmente en la de Mamen, principiante en el mundo de la fotografía profesional y bastante celosa de su intimidad aunque con debilidad por los hombres guapos, y de Lucía, mujer madura que se deja halagar por un chico joven, actor en paro, y de gran rendimiento atlético. Mamen se queja a un amigo suyo, aspirante a escritor, de que el actor la llama constantemente, probablemente intentando agenciarse una cena, a pesar de que ella le ha insistido en que no lo haga porque está harta de tener que invitarlo siempre y de echarlo de casa cuando se harta de ver su cara en el espejo. El actor, cuando, gracias a su insistencia y a la poca voluntad de Mamen, consigue quedar con ella, le cuenta las cenas que comparte con Lucía, la escritora. Según parece, Lucía se pone su ropa interior más sexy, comprada en La Perla, ahora que puede pagársela, cuando queda con el actor en paro, para que todo sea perfecto después de los postres. El actor en paro, que nunca tiene un chavo, anda desesperado por encontrar la manera de seguir pagándose la viagra, bastante cara, para poder seguir disfrutando del glamour de la compañía de alguien tan famoso. Afortunadamente, el actor en paro tiene amigos en la noche, actores como él, que sirven copas y trafican con estupefacientes y viagra, que últimamente es la combinación de moda para acabar la noche de la mejor forma posible, que según todos ellos es el sexo con desconocidos tras una noche de drogas. Pero los amigos del actor, después de hablarle de las últimas audiciones y de las obras de teatro alternativo en las que están participando, en las que interpretan papeles intensamente dramáticos en piezas cortas pero profundas, le regalan media pastilla sin olvidar recordarle que, incluso en la farmacia, no son nada baratas. Mamen, mientras tanto, hace cursos de fotografía y sale a sacar fotos, trabaja en bodas, comuniones y guarderías y gasta todo el dinero que gana con sus imágenes en material fotográfico. Lucía, mientras tanto, escribe sobre los problemas femeninos, pensando en los fantásticos cunninligus que últimamente le han caído en suerte. El actor en paro, mientras tanto, se presenta todos los días a audiciones en las que, invariablemente, le dicen que tiene mala cara y que debería asistir a algunas clases en las que mejorar su dicción. El aspirante a escritor, mientras tanto, mantiene un blog.
El aspirante a escritor a veces piensa, cuando tiene un mal día y advierte que la vida no tiene vuelta atrás, que es posible que ni siquiera tenga talento después de todo, que, gracias a un actor en paro, gorrón y caradura, que llama a su amiga y le hace sentirse incómoda, más camarero que actor, como todos, juerguista y drogadicto, como todos, solo está a dos saltos del cunninligus a Lucía, la escritora famosa que podría ser su pasaporte a la fama. Y como sabe que, hoy en día, todo es cuestión de a quién conoces, le desea al actor en paro habilidad y resistencia en su función sexual, a ver si en la próxima fiesta de una editorial famosa en la que se ha colado, puede decirle a Lucía que todo lo que sabe el actor en paro se lo ha enseñado él y que si quiere comprobarlo. Y a ver si cuela.

lunes, mayo 31, 2010

Barrio X

El Loren, un tipo cojo que se dedicaba a vender droga, me estaba diciendo: Pues sí, el Antoñín palmó hace un mes, en un accidente de coche. Y deja mujer y dos hijas. Aunque, tarde o temprano tenía que pasarle algo así, por coger el coche puesto hasta las cejas, fíjate yo, y señalaba su pierna mala, y tuve suerte, eh, tuve suerte porque me salí de la carretera a 140 y no me quedé en una silla de ruedas.
Me lo contaba en un bar con demasiada luz, con tubos fluorescentes blancos, un bar de barrio más, con una barra de aluminio, una carta de comida que cocinaba la mujer del dueño y unos camareros con camisa blanca y la cara llena de marcas, problemas de alcoholismo y una acusada tendencia a mirar hacia otro lado cuando se formaba una cola en el baño del bar de gente demasiado agitada. Un bar de tantos, que tal vez se llamara Antonio, Casa Juli, el Parreño, o de cualquier otra manera.
Lo estaba mirando y pensé: qué naturalidad tienen al hablar de la muerte, como si se tratara de un accidente más, poca cosa. Como supongo que tienen todos aquellos que están habituados a convivir con ella. No esperan acumular el suficiente dinero para tener una casa y otra en la playa y un coche de alta gama que la familia pueda envidiar, pensando, mira lo bien que le va al cabrón del Loren. No. Quieren llegar a mañana, pensé, y a dentro de cinco años, si tienen suerte.
Fuimos a su piso y durante el rato de cortesía que hay que dedicar a cualquier camello con el que tengas suficiente confianza como para que te invite a casa, observé su pelo corto y su barriga, su ropa de saldo y los vaqueros desteñidos con lamparones, sus zapatillas de deporte blancas de cuero sintético, la cojera de su pierna derecha. Olí el desagradable tufo de aquel salón, a suciedad acumulada y a desorden, insoportable hasta que te acostumbrabas y desaparecía sin más. Escuché el ruido de los niños llorando, a su mujer rezongando en otra habitación mientras tendía la colada, las rumbas en la radio por el patio interior en el que se secaba la ropa. Y tras pasarle los billetes, el Loren, mientras pesaba el material con una balanza electrónica y preparaba las bolsitas de plástico en las que lo guardaría, dijo: ya veréis como os gusta, ya veréis lo rico que está, un material de primera.
Y, después de despedirnos con un apretón de manos y de apuntar su nuevo número de móvil, abrimos la puerta de su casa y bajamos los tres tramos de escaleras que nos separaban del parque, nos montamos en el coche y volvimos a casa. Y durante todo ese tiempo no conseguí que se fuera de mi cabeza el tono con el que había dicho que un amigo suyo de toda la vida se había muerto, ese tono de resignación ante el destino, esa entereza tan extraña ante la muerte.

jueves, mayo 27, 2010

Futbolista

Sé que piensas en aquel gol de la final. Como todos los días de los últimos veinte años, recuerdas los detalles de aquel gol, la emoción del estadio, el grito alborozado de los hinchas, la parábola que describió el balón al entrar a la red, incluso la presión del balón contra tu pie, la sensación en el pulgar derecho de haber golpeado bien, la salida del balón girando sobre sí mismo y escorándose a la derecha. Lo recuerdas todo, todos los días. Siempre que te duelen las rodillas, llegan las imágenes. Lo sé.
Y tras el recuerdo siempre te preguntas lo mismo. ¿De dónde sale la velocidad a la que el tiempo parecer transcurrir ahora, como si el propio tiempo se envalentonara y se animara a pasar cada vez más rápido a medida que se acumula? También sé que la pregunta que siempre, como un eco que no acaba de oírse, queda flotando en el aire es la de ¿cómo es posible que a mí? ¿Verdad que es esa la pregunta? La respuesta que queda flotando también la sé: no, no es posible. No es posible que a mí. No.
Ay, amigo, esa es la cuestión. ¿Cómo es posible? ¿Como es posible que a nosotros? ¿A nosotros? Y en tu caso debe de ser todavía más difícil, ¿no? En tu caso la caída ha debido de ser más dura. Ahora eres un héroe mítico, perteneces al olimpo de esta sociedad tan necesitada de dioses y ahora eres nadie, como Ulises al regresar a Ítaca. Ha debido de ser duro, sí. ¿Recordará Ulises, como tú, su momento de gloria, aquella vez que consiguió cerrar el ojo de cíclope? ¿Se revolverá en su cama reviviendo sus aventuras, al igual que tú no consigues dormir muchas noches y sientes que tu casa inmensa es demasiado grande para ti, que la mujer que duerme a tu lado se va convirtiendo progresivamente en una extraña? ¿Reinventará Ulises todos los días, cuando le parezca oír de nuevo a las sirenas, lo que sintió al hundir la espada en aquel ojo? No lo sé, amigo, sinceramente no lo sé. Resulta algo triste verte así.
Yo no tengo, como tú, un momento culminante en mi vida, no tengo un lugar al que volver una y otra vez. Sin contar con que tu lugar, esa casa a la que regresas, es un sitio casi físico, un éxito incontestable, porque si algo bueno tiene el deporte es precisamente eso, que en estos tiempos de inseguridades, es algo incuestionable, si ganas, ganas, que un éxito deportivo no se va empañando con el tiempo, como ocurre con el resto de cosas. Yo no tengo un sitio así al que volver, amigo mío. Yo tengo varios lugares a los que suelo regresar. Y regreso así, como estoy haciendo ahora, ¿sabes? Los recuerdo, los recreo, me los invento, los describo. A eso he dedicado mi vida, ¿ves?, a hacerme con las palabras, a aprender que a todo lo cubre un manto de polvo y olvido. Y a que no me importe.
Pero cómo comparar esos lugares con tu día de gloria, con la emoción del gladiador, con el estadio rugiendo, con los millones de ojos observando cada movimiento tuyo, con la adrenalina circulando libre por tus venas, con la belleza armoniosa de tu cuerpo en carrera. A tu lado, yo no recuerdo más que pálidas sombras, un atardecer, un templo cubierto de maleza, un horizonte despojado, una copa de vino. Pálidas sombras de otras vidas sin importancia, como todas las vidas. A tu lado mi vida ha sido vulgar, mi vida ha sido una de tantas. Como compararla con el éxito, con los focos, con la fama, con el dinero, con la aclamación. Cómo hacerlo y no sentirse insignificante. Aunque tratar de sentirse insignificante sea un propósito lleno de sentido. Sé que no me entiendes. Sé que ni te preocupa. Pero yo a ti sí que lo hago, amigo, te lo aseguro. Te comprendo muy bien. Sin que eso signifique que intento ponerme en tu lugar. Nunca me atrevería, bien lo sabes.