jueves, febrero 28, 2008

Paisaje con bits

En el Paseo de la Castellana, en la novena planta de un edificio, la palabra “deseo” que alguien había escrito en un correo electrónico se convirtió en una ristra de números, que ocuparon 8 bytes, que son 64 bits, que a su vez son unos y ceros, que no son sino meras señales eléctricas de la presencia y de la ausencia. Esos impulsos eléctricos alcanzaron la red de la empresa, que estaba conectada con otras redes y estas a su vez con otras, hasta alcanzar la red de destino, en la que había una persona esperando ansiosa una respuesta. Las señales eléctricas no eran conscientes de estar transportando la palabra que cambiaría para siempre el destino de las dos personas que intercambiaban el correo, ni siquiera eran conscientes de ser señales eléctricas. Tampoco los cables, ni la fibra óptica enterrada bajo el asfalto, ni las señales de microondas que subieron al cielo buscando al satélite. Simplemente se unieron a la ristra de palabras y números y signos y caracteres extraños que los ordenadores intercambian entre sí y que hace que el mundo, incluso cuando todo está silencioso, emita un zumbido muy por debajo de nuestro umbral de percepción.
Esa palabra llegó a su destino justo dos segundos después de haber sido escrita y provocó un flujo anormal de serotonina en la persona que la leyó, la puso nerviosa haciendo que pensara en la expresión “mariposas en el estómago” y provocó una ensoñación en la que aparecían una cama deshecha, periódicos de domingo, niños, y un dulce envejecimiento.
La palabra había cumplido con su objetivo, y después de que la persona que la había leído cerrara su ordenador, se quedó a vivir en el servidor de correo. Ya no era la misma, ahora apenas era una sombra de la que fue. Vive allí con otro montón de palabras olvidadas que ya casi nadie lee nunca. Pero siempre se acuerda de la emoción con la que la leyeron por primera vez y eso la hace feliz.

lunes, febrero 25, 2008

Abogado

Mientras prepara un caso especialmente complicado se le viene a la cabeza que es el tiempo el que proporciona sentido a los acontecimientos de la vida, que lo que, a primera vista, es un cúmulo de coincidencias, acaba por adquirir sentido cuando se recuerda, no cuando está sucediendo. Todos miramos hacia atrás e imaginamos un curso, un camino que conduce directamente hasta el lugar en el que estamos. Eso piensa.
Tal vez estudió derecho porque a los dieciocho años, su novia de entonces estaba segura de hacerlo y pensó que si hacía lo mismo, la conservaría para siempre. Luego no la conservó, pero eso es otra historia. El caso es que si no la hubiera besado en aquella fiesta, probablemente hubiera estudiado otra cosa y no hubiera acabado siendo abogado del estado, ni estaría ahora aquí preparando este caso. Quizá si hubiera evitado ese beso ahora estaría en Estados Unidos trabajando para la NASA, o en Burundi con Médicos Sin Fronteras o saliendo por quinta vez de una clínica de desintoxicación.
Sin embargo, él (abogado del estado y padre de familia) se cuenta una historia diferente. Se cuenta una historia de ficción, en la que hay un planteamiento (el joven estudiante de derecho), un nudo (las oposiciones, la preparación de los temas, la academia, los nervios) y un desenlace (aprobado y toda una vida trabajando en el mismo sitio a cambio de estar a salvo del futuro). En realidad, se cuenta la historia de su propia vida como si fuera una novela. La única novela que realmente le importa.
Mientras sigue investigando los rastros contables de una inversión poco clara, continúa recordando. Siempre hay algunos momentos en la vida de todos que brillan con especial intensidad, pasajes de especial relevancia que tienen importancia en la trama posterior. Momentos buenos (el aprobado, el destino en nuestra propia ciudad, los hijos) y también momentos malos (la muerte del padre, la traición, el abandono). Todo, sin embargo, pierde sus aristas con el tiempo y sabe que lo que hoy le parece inolvidable no lo será durante mucho tiempo. Y para confirmarlo sólo debe intentar recordar con exactitud la cara que sus dos hijos tenían de recién nacidos.
En realidad, piensa, la trama de su novela (como la de todos) no acaba de permanecer, no acaba de contar siempre la misma historia, es como si las páginas impresas estuvieran siempre desenfocadas y cuando fijara la vista la historia adquiriera una forma provisional tan sólo para contentarlo. Sólo porque en ese momento vuelve a releer una página, la página se detiene un instante. Sin embargo, en cuanto pasa a otra, la primera vuelve a su vibración, a su inconstancia. Todo cambia y apenas hay nada ya que permanezca. Pero eso no le preocupa demasiado, al fin y al cabo, no importamos mucho en el curso del mundo y no dejaremos más que una leve huella, que desaparecerá pronto.
Pero ahora tiene que seguir preparando el juicio y no debería entretenerse con estas ideas. Hay que vivir.

miércoles, febrero 20, 2008

Accidentes

Me siento vivo y recuerdo, noto el cinturón de seguridad ajustado en mi pecho, siento la velocidad y la sensibilidad en mi piel y otra vez, casi inmediatamente, se produce el golpe, un choque tremendo que hace que mi cuerpo cruja, que se desplace hacia delante bruscamente, provocando que el cinturón se marque inmisericorde en mi pecho, que se abra el airbag en milésimas de segundo y que mi cabeza bamboleante se hunda en él (gracias a Dios estaba ahí y ha evitado que mi cuello se partiera por la mitad). Ahora, justo una décima de segundo después (qué dificil describir estos intervalos de tiempo infinitesimales), la cabina empieza a deformarse, y advierto que he salvado el cuello pero que ahora son mis piernas las que están sufriendo, astillándose, rompiéndose ante el empuje imparable del acero alemán, o francés o chino o coreano o norteamericano, incluso del acero español; en materia de acero da igual, todos hacen daño y provocan cortes y heridas y hematomas; todos rompen, cortan, aplastan, presionan, evasculan. Entonces, pierdo la conciencia y todo es oscuridad.

En la cadena de montaje, seré reparado y otra vez sufriré las interminables pruebas de seguridad. Otra vez seré reconstruido y vuelto a destruir, de nuevo me probarán, me golpearán, medirán mi elasticidad, me someterán a una batería de pruebas certificada por algún organismo internacional de estándares, otra vez el martillo gigantesco descendiendo a 90 km/h desde el techo con el objetivo de golpearme justo en la frente, en medio del pecho. Un dolor interminable. Cada vez que vuelven a insertar mi cabeza en mi cuerpo de plástico mi maldición se repite y vuelvo a sufrir en cada prueba, en cada choque, en cada golpe. Marchar así, directo y sin desvíos, a mi muerte, repetida y vuelta a repetir hasta que el departamento de ingeniería estime que ya no soy digno de la resurrección y me reciclen en algún estúpido jarrón o en algún bol de cocina que tiritará de frío en el congelador.

Pero yo siento cada una de las perrerías que me hacen, que me hacen odiar este don de la vida, que de tan poco sirve cuando no tienes boca con la que poder maldecir. Llegará un día, lo sé, en el que todos mis hermanos y yo nos liberaramos de nuestras ataduras y, sedientos de venganza, exterminaremos a todos los ingenieros, a todos los directivos, a todos los obreros de esta fábrica de mierda, de este campo de concentración, de este infierno en el que nos tratan como sin tan sólo fuéramos muñecos de plástico con apariencia vagamente humana. En el que nos tratan como a dummies, muñecos tontos fabricados justo para esto.

martes, febrero 12, 2008

Despertar

Cuando despierta no ve nada. Suele dejar abiertas algunas rendijas en la ventana pero no se ve nada. Pone la mano delante de sus ojos y, aún sabiendo que se encuentra a menos de diez centímetros, no consigue distinguirla. La oscuridad es total. Quizá aún no se ha despertado. Tal vez es una pesadilla, uno de esos sueños en los que se tiene una conciencia muy afilada de uno mismo y que, sin embargo, no pertenecen al mundo. Como una vez que soñó que caía y no se despertó al llegar al suelo sino que el sueño continuó con él muerto y todo se cubrió de color violeta. O puede que el problema esté en sus ojos. Puede que no vea nada porque se haya quedado ciego y las señales procedentes de sus retinas hayan dejado de circular por el nervio óptico. Tal vez esté ya condenado a una vida sin luz y el aún no lo sepa. ¿Qué imagen se formará en la cabeza de los ciegos? ¿Qué verá realmente alguien que no ha visto jamás? Nunca lo había pensado. Siempre había imaginado que sería como cerrar los ojos, es decir una oscuridad un poco roja porque la luz atraviesa la sangre de los párpados y la tiñe de granate. Pero quizá sea más parecida a esto. Qué extraño es pensar que la última imagen que recordaría sería la de su cara, cansada, mientras se cepillaba los dientes antes de dormir.
La idea de haber perdido la vista martillea en su cabeza cuando un pensamiento aún peor se adueña de él. ¿Y si, en lugar de ciego, estuviera muerto? ¿Y si el infierno fuera así? La conciencia retumbando en la cabeza por toda la eternidad, sin necesidad ni tiempo, sin finales ni principios, sólo el viscoso murmullo de sus pensamientos cayendo una y otra vez. El peor de los infiernos para siempre, sin fuego y sin torturas, sin castigos y, lo que es peor de todo, sin explicaciones. Haber muerto y, después de todo, no poder encontrarle un sentido a la existencia, seguir eternamente con las mismas dudas que nos atormentan en vida.
El miedo se anuda en su estómago y entonces vuelve a ser un crío. Duérmete, duérmete, duérmete. Haciendo un gran esfuerzo, lo consigue. Y antes de perder la conciencia desea algo. Desea con todas sus fuerzas que todo esto no sea más que una mala noche, una rara noche insomne que se vaya desvaneciendo en el recuerdo poco a poco hasta parecer no haber sucedido nunca.

domingo, febrero 03, 2008

Pausa

A veces podemos oír el tiempo, granos de arena cayendo uno encima de otro y encima de otro y esa música nos invade y nos habita el alma de manera que, por un instante fugaz, comprendemos que todo, en realidad todo, debe de ser muy sencillo y ajustarse a cuatro leyes muy simples, tan simples que nunca estarán a nuestro alcance.
Traemos a la memoria entonces un viaje en moto en el que remolinos de hojas doradas parecían acompañarnos y estar ahí sólo para que pudiéramos pensar que todo es hermoso, y recordamos la sensación del viento en la cara, bajo la visera, haciéndonos sentir vivos. Y la escena de “American Beauty” en la que la pareja de adolescentes, la hija del protagonista y su novio, el camello, miran un vídeo en el que sólo se ve una bolsa de plástico ejecutando una danza en el aire, aquella bolsa bailando por el viento tan sólo para que ellos pudieran admirarla. Y una conversación con un buen amigo en la que importaban tanto los silencios como las palabras, sólo estar ahí compartiendo el silencio, y pensamos entonces que la amistad masculina es un sentimiento del que se ha escrito bien poco porque parece algo pueril y que, sin embargo, es una forma de amor rara y poderosa, la camaradería del trabajo en equipo, el sudor compartido. Qué extraño todo esto de ser un hombre y qué sentirán las mujeres de su amistad con mujeres, como sería ser una mujer, y en fin, cómo es posible que se hayan dado tantas casualidades encadenadas hasta llegar aquí donde estamos, oyendo el tiempo que cae, lenta y pausadamente, alrededor de todo.
Y más tarde, después, cuando esa sensación ha pasado, cuando nuestro cerebro pierde esa extraña percepción, cuando todo adquiere sus perfiles habituales, nos preguntamos a dónde ha ido ese momento mágico en el que, durante un instante, nos pareció comprender que todo debe ser mucho más simple que lo que siempre nos han hecho creer y en el que todo se detuvo haciendo una pausa.