miércoles, enero 30, 2008

Ascensor

Todos los días después del trabajo (al que acudía con una bolsa blanca de cuero de estilo vintage, de esas que parecen antiguas y que podemos ver en los reportajes sobre olimpiadas ocurridas hace ya treinta años), se encaminaba al gimnasio. Entraba al vestuario y se cambiaba. Sustituía su traje sastre por unas mallas y una camiseta de tejido transpirable, ambas de marca, de esta temporada. Entonces, calentaba durante veinte minutos en la cinta de correr y en la máquina de escaleras antes de comenzar su rutina. Siempre pasaban veinte minutos hasta que sus músculos y sus tendones se calentaban lo suficiente como para no molestar. Hace tres años eran sólo diez.
Era una mujer con una gran fuerza de voluntad, una de esas mujeres delgadas y fibrosas que parecen estar dotadas de una energía desproporcionada. Todo el mundo reconocía que su actitud era la que la mantenía joven, su actitud y su actividad. Después del gimnasio, ya en su casa (una casa preciosa, pequeña pero decorada con gusto, llena de detalles traídos de sus múltiples viajes), se dedicaba una hora a hacer las tareas del hogar y ponía la colada (los jueves), cocinaba (los martes), leía (los lunes y los viernes), charlaba con amigos (todos los días antes de cenar hacía una llamada) pero no veía demasiado la televisión, lo consideraba una pérdida de tiempo.
Todos los días, a la hora de llegar a casa, sobre las ocho de la tarde, se cruzaba con una vecina en el ascensor que olía a tabaco, alguien que aprovechaba para fumar un cigarrillo cuando bajaba la basura y que después siempre intentaba esconder el olor (como si no apestara a cinco metros para cualquiera que no tuviera el sentido del olfato atrofiado por el tabaco) chupando caramelos de menta. La vecina tenía su edad, lo sabía, pero (no podía evitar sentir satisfacción) aparentaba diez años más que ella.
A la hora de acostarse empleaba tres cuartos de hora en sus cuidados faciales (desmaquillante, exfoliante, leche hidratante, crema antiarrugas, crema específica para el contorno de los ojos) y dentales (seda dental, dentífrico, colutorio) y después, ya en la cama, notaba sus músculos relajándose, ese dulce cansancio que siempre acompaña a los deportistas maduros cuando se duermen. Dormía como los troncos, comía comida sana (tres años sin probar una croqueta) y siempre practicaba sexo seguro. Su pijama preferido no era nada sexy pero hacía mucho tiempo que no necesitaba estar atractiva a la hora de acostarse en su propia cama.

Por su parte, mientras tanto, la vecina, vestida con ropa vieja (una manía de su época de estudiante), se tomaba una copa de vino después del cuento a los gemelos, mientras echaba de menos al cabrón de su marido. Entonces se levantaba y, sin hacer ruido, los contemplaba dormir. A veces, envidiaba un poco a la mujer soltera que vivía justo abajo, con la que siempre se cruzaba en el ascensor y que tenía ese tipo tan envidiable y parecía mucho más joven que ella.

(addenda, por solicitud generalizada)

A veces , sin embargo, pensaba (dependía del día, eso era cierto) que tampoco tenía tantas cosas que reprocharse, si acaso que no se había dado cuenta antes de que iban a abandonarla (el muy cabrón), pero quién advierte esas cosas con antelación. Nadie. A todo el mundo se le queda cara de idiota cuando su pareja le dice que ya no la quiere, que ha conocido a otra persona, que se va, que adiós (diez años de convivencia a la basura por unas tetas operadas). Pero, si lo pensaba, no podía quejarse: tenía un trabajo que le gustaba, dos hijos maravillosos y tenía a Clara.
La había conocido a través de un amigo común y una cosa llevó a la otra (quién se iba a imaginar que todo acabara así). Pero ahora estaba decidida a no darle demasiadas vueltas a la cabeza con el asunto y también estaba decidida a relajarse, a no juzgarse con tanta dureza, a perdonarse, y, sobre todo, a pasarlo bien, tal y como hacía ella. Porque la condenada sabía disfrutar de la vida (le encantaba mirarla cuando ponía los ojos en blanco al probar la comida en algún restaurante nuevo) y cada dos semanas, el fin de semana que el cabrón se llevaba a sus hijos, podía mirarla enjabonarse en la penumbra del baño lleno de velas. No, definitivamente no estaba tan mal.

Además, Clara siempre decía que la vecina le parecía una gilipollas.

domingo, enero 27, 2008

Átomo

Recuerdo un átomo de plástico en el colegio, como un sistema solar a escala minúscula y recuerdo que nos decían que el átomo es el componente último de la materia y entonces el mundo tenía una extraña simetría porque lo más grande era parecido a lo más pequeño, aunque más tarde descubriéramos que no, y nosotros no teníamos que preocuparnos por nada, a nosotros, lo que nos preocupaban eran otras cosas, no era la muerte, la muerte no se presentó en nuestra vida hasta que el primer hermano mayor de alguno de nuestros amigos murió de sobredosis, y aún entonces no era de verdad, era algo que siempre le sucedía a otros, pero eran tiempos duros y tampoco pensamos que fuera tan raro criarse en sitios así y conocer gente con el trágico pathos de los barrios obreros, pero eso fue mucho después. La muerte entonces nos preocupaba tan poco como septiembre a primeros de junio. En ese mes, ante nosotros, saliendo embarullados de clase, se abría la perspectiva de la eternidad real, con larguísimos partidos de fútbol, porque no éramos conscientes del tiempo, no éramos conscientes de que, tal y como dicen los orientales, los días se arrastren y los años vuelen. Y entonces no lo apreciábamos, no sabíamos que pasaríamos gran parte de nuestra vida adulta añorando esa plenitud que nos inundaba cuando salíamos corriendo el último día del curso. Cómo íbamos a imaginar algo así. Cómo íbamos a pensar que el mundo estuviera constituido con esa crueldad. Sabíamos lo que era la crueldad, todos lo éramos, crueles, quiero decir, pero desconocíamos que el mundo acabara siéndolo con todos nosotros. Que todos, al final, acabáramos así. Echando de menos el átomo de plástico que estaba encima de la repisa de la profesora.

lunes, enero 21, 2008

Fantástico

A veces, simplemente, no hay nada que contar. Se puede decir que hemos dado un paseo, que hemos comprado algunos libros, que hemos mirado a la gente, que hemos intentado ir a una exposición que estaba cerrada, que nos hemos dejado mecer por las oleadas de caminantes (las costuras del centro de Madrid a punto de reventar), que hemos escuchado un disco con atención, que hemos leído algo, no demasiado, que nos estamos limitando a dejar pasar el tiempo, que el aburrimiento (¿el hastío?) se ha apoderado de nosotros, nos ha atrapado y nos acaricia la espalda (porque el aburrimiento no zarandea a nadie, sólo le cae encima como una interminable sucesión de tiempo). Que hoy no somos demasiado felices. Ni tampoco desgraciados. Que nos estamos dejando vencer en lugar de pelear por el empate (porque Ellos nunca pierden, de vez en cuando, se dejan empatar después de todo un partido trabado y con mucho juego físico, nada de florituras de virtuosos del balón, nosotros bien situados en el campo y apretando los dientes para impedir los desmarques). Que hoy nos da un poco igual incluso esto, poner una palabra detrás de otra, esta vanidad, este empeño por hacernos escuchar, esta estupidez.

Y, sin embargo, fíjense. Aquí están mis palabras, todas ordenadas, una detrás de otra, que caen sin ganas y se van amontonando justo antes del punto y seguido. Y no sé por qué. Y tampoco tengo mucho interés en averiguarlo. ¿No es fantástico?

martes, enero 15, 2008

Ceja

(para conde-duque)

El hombre con cara de haber despertado muchas mañanas con resaca me miraba desde el otro lado de la barra y me hacía señales para que me acercara. Eso hice. Me dijo que tenía una cara interesante. Bueno. Me dijo que se me veía en la expresión que estaba destinado a grandes cosas. Vale. Me dijo que era un hombre atractivo y que si quería ir al servicio con él, que le encantaría hacerme una mamada. No. Me dijo que no fuera estrecho, que se me notaba en la cara que me moría de ganas. En absoluto. Me dijo que no me creyera tan especial, que él se había tirado en aquel cuarto de baño a chicos guapísimos, mucho más que yo. Vale. Mejor para ti. Me dijo que dejara de mirarlo así o que me iba a dar una patada en los huevos. Tranquilo. Sólo te he dicho que no. Me dijo que casi nadie nunca le había dicho que no. Me extraña. Me dio una patada en los huevos. Le rompí un vaso en la cabeza. Nos echaron del bar. Seguimos peleando en la calle. Agotados, accedí a ir con él cuando sacó el pañuelo y me limpió la ceja rota llena de sangre. Qué ternura. Me dijo que sabía que estaba destinado a grandes cosas. Eso ya lo has dicho. Me dijo que sí, que me lo había dicho pero que eso había sido antes de que ocurriera todo.

Nos marchamos abrazados de la cintura. Mi vestido estaba hecho una pena y el tacón roto de mi zapato derecho hacía un ruido raro.

lunes, enero 14, 2008

Carretera

Acabo de terminar "La carretera" de Cormac McCarthy. Sé que no soy original al escribir una entrada sobre este libro pues muchos como yo, aficionados a escribir, con blog, aspirantes a escritores frustrados (en gran definición del amigo Portorosa) han escrito sobre ella. Lo sé. Pero desde los doce años cuando la lectura del cuento "El moribundo" de Allan Poe me provocó tal inquietud que tuve que ir a dormir con mis padres afrontando la vergüenza de ser un preadolescente con terrores nocturnos, una novela no me había provocado sueños inquietos. Esta sí. Todavía estoy asimilándola. Todo está cubierto de ceniza y los árboles muertos me persiguen. El mar gris y los restos oxidados de la civilización. Y ese "vale" con el que el padre y el hijo acaban casi todas sus conversaciones. Y los restos humanos desecándose poco a poco, como si las bacterias que se encargan de la putrefacción también hubieran desaparecido del mundo. Y el ulular del viento, el frío y la lluvia constante.

Afortunadamente sé, porque así lo leí en un artículo científico, que es imposible que algo provocado por los humanos acabara con la vida en la tierra. Somos demasiado arrogantes. Afortunadamente sé que muchos insectos, y los hongos, y animales marinos y bacterias (que ya llevan aquí cuatro mil millones de años) nos sobrevivirán. Y también que, incluso sin oxígeno, hay microorganismos que se alimentan de metano alrededor de las fosas submarinas rebosantes de lava y que es posible que materia orgánica circule en la cola de los cometas. Y que las esporas de los hongos son capaces de sobrevivir en cualquier circunstancia. Afortunadamente lo sé y si leen la novela sabrán por qué me tranquiliza.

Cuidado con ella. En serio.

jueves, enero 10, 2008

Chinos

(con cariño)

En una nave industrial en las afueras de Shangai, ocho mil chinos trabajan delante de ocho mil ordenadores. Cada uno de los equipos es bastante avanzado, de última generación, y está fabricado allí mismo, en China. Cada uno de los ocho mil chinos mira con atención la pantalla y cada uno de los ocho mil chinos está escuchando algo diferente en su reproductor MP3 (un pequeño regalo de la productora de cine que los ha contratado). Si pudiéramos contemplar la escena en un plano picado, nos daríamos cuenta de que es una estampa bella y aterradora a la vez. Bella por la simetría, algo que buscamos desde pequeños gracias a la evolución de nuestro cerebro, que se ha especializado en reconocer patrones. Y aterradora por esa misma simetría, algo que rechazamos cuando pensamos en los seres humanos, pues todos nos consideramos especiales y nos negamos a creer que compartamos el 99,99% de nuestro material genético con nuestros congéneres. La vida es así. Bella y aterradora. Y si no, pensemos en un tornado en el desierto arrancando de cuajo los cactos y haciéndolos bailar armónicamente en espiral. Por ejemplo. O en un río desbordado anegando un bosque de abetos enormes. O, ya puestos, en el amor.

Lo que cada uno de los chinos está escuchando es muy diferente entre sí. Algunos de ellos oyen música tradicional, otros música rock y muchos de ellos mejoran su inglés con un curso que han descargado de Internet (aunque hay palabras que nunca aparecen en ese curso, como democracy y death penalty pero no les importa porque sí que aparecen money, income, productivity y speed manufacturing). En cualquier caso, el inglés de los chinos es tan parecido al inglés como Hong Kong al desierto del Gobi. Más o menos. Por eso necesitan escuchar una y otra vez las frases del curso de inglés. No creo que sea muy importante saber qué escuchan en sus reproductores MP3, la verdad, pero me ha parecido interesante constatar que, a pesar de tener una actitud similar y de estar haciendo el mismo trabajo, cada uno de ellos tiene sus propios deseos, sus propios miedos y a cada uno de ellos le gusta que le besen de una forma especial. Es decir, que todos son únicos y especiales aunque todos sepamos que la frase anterior es mentira. Y esto sólo es un hecho. Sin más pretensiones.

Cada vez que salen de la nave industrial deben mostrar lo que contienen sus reproductores MP3 porque la productora de cine que los ha contratado no quiere que ninguna escena de la película en la que trabajan aparezca en Internet. Todo se ha rodeado de tanto secretismo que han hecho firmar a los ocho mil chinos un contrato (este sí que era el mismo para todos) en el que debían comprometerse a no desvelar nada de su trabajo a nadie, por cercano que fuera. Ni a sus madres ni a sus padres, ni a sus mujeres ni a sus hombres, ni, por supuesto, a sus amantes; a pesar de la extraña intimidad que se crea entre dos personas que han compartido sus cuerpos. Ni siquiera a sus psiquiatras (aunque sólo uno de ellos va al psiquiatra; están demasiado ocupados). De hecho, la empresa está más que dispuesta a denunciar ante el gobierno chino a aquellos trabajadores que incumplan el contrato. El gobierno chino, en aras del buen entendimiento con una gran multinacional del cine, ejecutaría al sedicioso y, más tarde, según su costumbre, cobraría la bala empleada a los familiares. El procedimiento normal.

¿Qué hacen ocho mil chinos delante de ocho mil ordenadores diferentes de última generación? Ni más ni menos que eliminar la imagen de miles y miles de otras personas que, simplemente, paseaban por las calles de Nueva York y que deben desaparecer para crear el escenario de una de las últimas películas de Hollywood, una Nueva York desolada de la que ha desaparecido la humanidad debido a un virus. Es decir, miles de personas trabajan haciendo desaparecer a otras miles que ni siquiera son conscientes de estar siendo eliminados de una imagen de su ciudad. Que ni siquiera son conscientes de estar en esa imagen.

¿No vivimos en un sitio muy raro?

martes, enero 08, 2008

Muñeco

Un día después de que las fiestas hubieran acabado, el muñeco de nieve, hecho de poliuretano y cubierto con un gorro azul con la marca de la compañía patrocinadora, aún miraba a todo el mundo desde la plaza del centro de la ciudad. Él no fumaba porque no tenía pulmones ni tampoco bebía. No podía, por tanto, hacer lo que hacía todo el mundo a principios de año, que es prometerse dejar los hábitos malsanos. No echaba de menos a nadie, no necesitaba nada y era feliz. Su trabajo le gustaba y no había necesitado repartir publicidad ni atender llamadas telefónicas ni hacer de cajero en un supermercado. Era un muñeco sin preocupaciones, pero tenía tanto derecho como todos los demás a un deseo de año nuevo. En su caso el deseo consistía en ver un paisaje nevado de verdad. Como esos que aparecían en las tarjetas navideñas de la compañía que había repartido durante todo el mes.

Ese día a última hora, llegaron unos operarios para limpiar los despojos de las fiestas y cargaron al muñeco en un camión y lo llevaron al depósito municipal. En el camión también había guirnaldas y manojos de pequeñas bombillas blancas hechos un ovillo. La empresa patrocinadora que lo había comprado ya lo había olvidado así que no parecía que fueran a reciclarlo para el año que viene. No se hacía demasiadas ilusiones. Pero como no tenía sistema nervioso, la verdad es que no le importaba mucho. Por suerte, uno de los operarios, que los fines de semana se encargaba del mantenimiento de una pista de esquí que estaba en un centro comercial, decidió llevárselo a su casa. Sus hijos le pidieron que lo dejara en el jardín porque les gustaba mucho pero el operario dijo que no. Pensaba utilizar al muñeco para hacer méritos ante su jefe, que siempre les estaba hablando de que debían tener una actitud creativa en el trabajo.

Ahora el muñeco no ve árboles esponjosos bajo la nieve ni carámbanos de hielo colgando de los aleros de las casas. No. Esto no es Suiza. La nieve es artificial y no cae de cielo, sino que sale a toda velocidad de unas máquinas rojas. Bueno. Brilla y eso le gusta. No hace frío en el centro comercial pero a él le da lo mismo porque es de poliuretano. Y siempre hay un montón de gente dispuesta a ser feliz. Eso es lo mejor. Él no puede comprar nada pero los entiende perfectamente. Debe ser maravilloso poder comprar todas esas cosas. Y además, los niños ayudan. A veces, dejan de mirar sus videoconsolas, de pedir cosas a sus padres, de tener rabietas y le dan una patada o intentan prenderle fuego. Ya no le importa lo del paisaje nevado. Le gusta vivir allí, en el centro comercial, encima de la pista de esquí.

martes, enero 01, 2008

Mugidos

A primeros de diciembre, los mugidos de las vacas se hacen más penetrantes, como si intuyeran la cercanía del final. Miles de vacas, comiendo pienso en las granjas, notan como la actividad se incrementa, como los trabajadores se afanan en la preparación de los pedidos, como seleccionan a las mejores y las marcan en sus cuadernos. Pero las vacas saben que no van a ir a un concurso de ganado, las vacas saben que, en estas ocasiones, es mejor ser escuchimizadas y pequeñas, no llamar demasiado la atención, no sobresalir entre las demás, esconder la cabeza y retirarse a engordar un año más.
Porque a partir del 15 de diciembre, las sacrificaremos al dios de la gula, nos comeremos sus mejores partes y ofreceremos los restos a nuestros animales domésticos. Miles y miles y miles de cuartos traseros, delanteros, solomillos, chuletones y costillas se asarán en su propia grasa para que nosotros, los españoles, conjuremos de una vez por todas el hambre de siglos que durante mucho tiempo hemos llevado enroscada al estómago.
No se trata de comer, no se trata de disfrutar de un menú que normalmente no solemos poner a la mesa, no se trata de compartir la alegría de la buena mesa con aquellos a quienes queremos. Se trata del hartazgo. La felicidad es un vaso con agua y sal de frutas para aligerar la digestión.

Feliz año nuevo a todos.